miércoles, 30 de noviembre de 2016

22. CHISPAS



Algunos de los mejores recuerdos que tengo de mi “alta” infancia y de mi adolescencia están vinculados al “slot”. La palabra (que utilizaré tal cual en adelante), explica en inglés lo que en castellano no tiene término que lo defina, pero que, coloquial y popularmente, todos entendemos por Scalextric. Scalextric es una marca de coches, circuitos, transformadores, etc. que permiten jugar a las carreras y a la conducción deportiva a escala (preferentemente) 1/32. Lo que ocurre es que durante décadas, en España, fue la única marca existente, un fenómeno que muchos, lo suficientemente mayores como para haberlo vivido, sabemos que era habitual en numerosos tipos de bienes de consumo. Y la marca se apoderó del apelativo del concepto, como en su día ocurriera con los “danones”, los “sancheskis”, el “colacao”, “la casera” y tantas y tantas cosas.

El slot llenó cientos de horas de ocio durante muchos años de mi vida. Inicialmente practicándolo sin más. Pronto añadiendo el diseño de trazados y circuitos cada vez más creativos, construyendo rampas y aplicando algunos materiales hogareños para aderezar las pequeñas carreteras, tratando de dotarlas de similares propiedades a las que los expertos pilotos de rally solían encontrarse en la realidad: aceite (un fracaso y un pringue), cola-cao (poco eficaz y demasiado caro), serrín (enseguida prescindí de ello) y harina (eso sí que funcionaba para simular la nieve; tanto estéticamente como por el efecto conseguido sobre el pilotaje). Progresivamente me fui introduciendo también en el interesante mundo de la preparación y mejora de los coches. Tal actividad me fascinaba y me provocaba tanta o más satisfacción que los divertidos ratos de manejo. Meterle mano a los coches implicaba trabajarlos con mentalidad de proyecto, lo cual incluía creatividad, diseño, documentación, tecnología, manualidades, ensayo-error y evaluación estética, de fiabilidad y de rendimiento. Empiezo a pensar que igual aprendía más así que en el colegio. Por todo ello consultaba libros y revistas de coches, consumía leyendas deportivas del automovilismo y cimentaba un cada vez más grande edificio de conocimiento sobre el asunto, tanto en el ámbito deportivo, como en el de la fabricación, tecnología, etc. Cómo es lógico también me vi seducido por cierto afán (creo que sano y moderado) coleccionista que se limitaba al ámbito de los coches. Cuando ahora recuerdo todo aquello me parece poder establecer un paralelismo claro entre mi forma de actuar y disfrutar de entonces en lo que al slot se refiere y mi reciente afición por el ciclismo clásico. Parece que en determinadas claves y resortes de mi ser, no he cambiado en absoluto. Quizá sí de temática, pero no tanto de pautas de actuación. También entonces dedicaba algunos esfuerzos a la organización de carreras y campeonatos, y a la dinamización de personas cercanas a las que introducía en el mundillo, o acercaba a nuestro foco de actividad si se trataba de personas ya iniciadas. Aunque los rallyes fueron entonces mi más evidente especialidad, también tocábamos los palos de las carreras de resistencia y la Fórmula 1.

 
También en el slot se puede disfrutar de la estética retro. Jagguar XK 120 y Austin-Healey MK III roadster, ambos de Ninco.

Toda esta dedicación, pronto me hizo interesarme por la electricidad y la mecánica como materias de estudio. De hecho, ambos fueron temas que me interesaron mucho cuando los abordábamos en las aulas, tanto desde la asignatura de Física, como previamente en otras de denominación más genérica y que ahora no recuerdo. Si en el colegio me empapaba de la teoría y de la resolución de problemas, en casa abordaba el pelado de cables, las soldaduras, los aprietes, engrases y todo aquello necesario para generar soluciones prácticas a las averías y  a los nuevos diseños de mejora. El slot me obligaba a trabajar con la adherencia de los neumáticos, la alineación de piezas, engranajes, amortiguaciones dinámicas, reparto de pesos, compromisos de rigidez, flexibilidad y ligereza, pinturas, calcas, rendimiento de motores, cortocircuitos, etc. Había coches, pistas, cableados, motores, mandos de aceleración, líneas de mejora de la tensión, transformadores… todo un sinfín de aparatos y artefactos relacionados entre sí. Y para adentrarme en todo aquel estimulante medio de desarrollo personal, hubo una figura sin la cual tal universo no hubiera dado tanto de sí, ni hubiera llegado a ser, como lo fue, un elemento clave en mi desarrollo integral como persona (conocimientos, competencias, emociones…). Aquel agente era mi padre. Alguien que combinaba con perfección de alquimista emocional y pedagógico, la atención, enseñanza e iniciación en asuntos tecnología práctica, con las tertulias conceptuales relacionadas con el asunto, y con el regalo de una libertad y autonomía total de juego, funcionamiento y utilización de todos sus recursos materiales. Mi padre me dejaba jugar a mi aire, jamás se metía en ello, pero charlaba sobre mis pasiones en ocasiones y siempre estaba dispuesto a facilitarme y proporcionarme la herramienta necesaria para soldar, taladrar, etc.

Recuerdo que, a punto de cumplir los 18 años y de adquirir el derecho a voto (doblemente conseguido, tanto por cuestión de edad, como por el aún fresco cambio de régimen de gobierno en España), todavía permanecía practicando el slot con una afición verdaderamente fuerte. Y también que estando yo convaleciente, en un reposo de larga duración tras un inoportuno accidente de esquí, tuve una interesante conversación con mi padre, que el mismo inició, mientras me veía manosear un montón de revistas de automovilismo que yo coleccionaba y él ni siquiera hojeaba jamás. Añado aquí una versión imaginada de la conversación, basada en mi memoria.

- No sé porqué te fascinan tanto los coches de las revistas.
- Es que salen “Porsches”, “Ferraris”… y ahora hasta otros con tecnología “Quattro”.
- Da igual, en el fondo son todos iguales.
- ¿Cómo van a ser todos iguales? Hay muchas diferencias de potencia, número de cilindros, electrónica…
- ¡Todos iguales! La tecnología automovilística apenas ha variado en un siglo. Sigue atada a los motores de combustión. Y un motor de combustión pierde la mayor parte de su energía disipándose en forma de calor inútil para el avance del coche. Además, esos motores hacen que los coches sean pesados y requieran más energía para moverlos y se conviertan en objetos muy peligrosos por su peso total.
- … ¿y?.
- Pues que hace mucho tiempo que deberían ser eléctricos. Como los tuyos de Scalextric.
- Y entonces ¿Por qué no los hacen eléctricos?
- Los harán. Por ahora no interesa y estamos un poco en pañales con el principal problema del asunto.
- Que ¿es…?
- La acumulación de la energía. Las baterías tienen poca capacidad de acumulación y son terriblemente pesadas. Pero seguro que se podrá avanzar mucho en su mejora, todo es ponerse, lo que pasa es que por ahora no se han puesto porque no piensan demasiado en baterías de elementos portátiles, salvo linternas o transistores.
- Ya pero ¿tú crees de verdad que un motor eléctrico podrá superar las prestaciones de los actuales motores de gasolina?.
- Uno no, cuatro. Cuatro pequeños motores, instalados cada uno de ellos en cada una de las cuatro ruedas y sincronizados entre sí a través de una central electrónica que regule su funcionamiento de forma instantánea, acorde con las necesidades de la marcha. Ahí tendrás tracción a las cuatro ruedas, y sin pesados engranajes ni diferenciales de por medio: electricidad, sensores y gestión electrónica. Además, la carga podrá recuperarse parcialmente en las frenadas, descensos, inercias… y por si acaso y para urgencias, un pequeñísimo motor de explosión que actúe como generador. Así lo veo yo y así espero verlo algún día.

No llegó a verlo, porque aún no existe, pero casi. De hecho, a lo largo de los últimos años de su vida pudo disfrutar de un Toyota Prius híbrido, una versión aún algo torpe de su idea. Pese a todo, disfrutó muchísimo de él y pudo comprobar de forma práctica que su imaginación de ingeniero no andaba descaminada. Adoraba aquel coche. De hecho, aunque en la pantalla central disponía de GPS, a él le gustaba llevarlo casi siempre en modo de gráfico de energía, un esquema en el que se mostraba en todo momento a costa de qué motor se movía el vehículo, cuándo había gasto de qué depósito y cuándo recuperaba energía.

Desde hace pocos años el tema de los coches impulsados por energía eléctrica está evolucionando más deprisa. Son varios los fabricantes que están trabajando en ello, aunque hay uno, por encima de todos los demás, que está proponiendo una innovación bastante más atrevida y rompedora: Tesla.
El nombre de la marca es una especie de homenaje a Nikola Tesla, un serbio nacido en la Croacia del Imperio Austrohúngaro, que emigró a los EEUU, donde se nacionalizó y desarrolló una larga, prolífica y chocante carrera de inventor. Tesla pasó por fases en las que fue aclamado y reconocido como una de las mentes más preclaras de la historia de la ciencia, seguidas de otras en las que se le tachó de loco o “iluminado” (irónico calificativo). Experimentó con muchos aspectos de la electricidad, alguno de los cuales, como la transmisión inalámbrica, quizá le causaran más inconvenientes que favores, debido en parte a la falta de entendederas de sus coetáneos. Su carácter excéntrico no ayudó a que gozara de una reputación apropiada para un reconocimiento firme y masivo de la sociedad e instituciones de su época.

 
Tesla en una de sus demostraciones de que la corriente alterna era segura. (Imagen: Wikimedia).

 
Retrato de Tesla. (Imagen de la exposición 'Nikola Tesla, suyo es el futuro', en Fundación Telefónica).

Los automóviles de este fabricante americano son exclusivamente eléctricos. Actualmente presenta tres opciones de modelos con ligeras variantes entre ellos. Desde un punto de vista muy esquemático podemos resumir que hay versiones de un motor eléctrico y otras ya con dos, uno por eje (lo que interpreto como un acercamiento a la idea de mi padre). Ofertan (al menos en su catálogo, bastante planteado a medio plazo) motores que en algunos casos son capaces de desarrollar mucha potencia, y su trabajo de evolución apunta a constantes mejoras de autonomía, alcanzando ya cifras de kilometraje muy prometedoras. En otra línea de investigación y desarrollo avanzan en los sistemas de recarga, como lo prueba que los suyos propios multiplican por mucho la efectividad (tiempo de recarga) de los convencionales que actualmente suelen estar instalados para uso del público. Y por si todo esto fuera poco, a la vez, tienen gente trabajando en el desarrollo de sistemas de conducción lo más autónomos posible. Para ello integran avances de hardware (sensores, cámaras…) y software. Y según parece, la evolución de todo ello está siendo francamente rápida. Aún así, las listas de espera ya son enormes, porque hay un cada vez mayor segmento de “tecno-creyentes” (no es un menosprecio, sino un apodo cariñoso y cómico) que tienen grandes esperanzas depositadas en estas líneas de trabajo, y que al igual que mi padre (y yo mismo), consideran al coche tradicional un objeto relativamente anticuado y, aunque aún necesario, quizás demasiado dañino y agresivo con los seres humanos, cuyo entorno contamina y a algunos de los cuales mata cada día. Por no hablar de otros problemas añadidos como las congestiones de tráfico, el cambio de carácter al volante, la acumulación (en tendencia exponencial) de residuos, el “postureo” social de clase, el consumismo, etc. Aunque casi nada de esto creo que sea solucionado por los Tesla. La conducción autónoma, que realmente parece muy avanzada, va en contra de mucha simbología asociada al pilotaje. Simbología de estatus, deportividad, dominio, poderío y, en demasiados casos, hasta machismo y agresividad social. Por eso estoy convencido de que habrá mucha gente a la que le parecerá fatal esta línea de desarrollo. Quizás algunos se vayan convenciendo al enterarse de que estos coches, llegados a destino, en algunos casos, ya se pueden quedar solos buscando aparcamiento y estacionándose, mientras su dueño entra a trabajar, a casa o a donde quiera que haya ido. En cualquier caso, detractores aparte (que los hay), Tesla, una vez más desde Silicon Valley, es quién más está agitando el sector de la automoción en estos momentos. Ya veremos que nos depara el futuro (sospecho que cercano).

 
Esquema de una de las tres configuraciones de motorización de los actuales Tesla. Delante un motor sencillo y detrás un motor más potente. ¿Para cuándo un motor por rueda?. (Imagen: tesla.com).

Pero dejémonos de automóviles y entremos en las bicicletas, que al fin y al cabo es el motor principal de este espacio. La electricidad está incrementando su integración dentro de la bicicleta a un ritmo frenético. Y lo está haciendo en varios campos de acción. Principalmente la iluminación, el accionamiento de los cambios y la motorización. Personalmente tengo opiniones muy diferentes respecto a cada uno de ellos, y eso es lo que voy a tratar de exponer ahora.

Con respecto a la iluminación todo me parecen buenas noticias. En cuando al haz de luz (focos delanteros) o puntos de referencia (luces traseras rojas), la evolución experimentada, podríamos calificarla, sin exagerar demasiado, y utilizando un chiste malo, de haberse situado a “años luz” del reciente pasado. Todo ello debido a la tecnología LED, que aporta muchísima más luminosidad con menos gasto energético. De tal forma que ahora podemos, en condiciones de total oscuridad, ver bien o incluso muy bien y ser perfectamente divisados por los demás, disfrutando además de largos periodos de duración de las baterías, sean estas recambiables o recargables. El único problema (que no lo es) es seleccionar y decidirse entre la infinidad de modelos y prestaciones de luces existentes en el mercado. En cuanto a la señalización del conjunto bicicleta-ciclista, hasta el láser ha encontrado su sitio, ofreciendo algunos elementos que anticipan varios metros el paso de la bicicleta ante el resto de viandantes o vehículos circundantes. De la mano de todo ello, me consta porque los he visto y me los han explicado, aunque no los disfruto, ni tampoco sé demasiado sobre ellos, existen unos bujes especiales que incorporan algún tipo de dinamos internos de nueva generación, capaces de alimentar en marcha luces potentes y eficaces. Son muy populares entre la gente dedicada a las largas “randonnes”, en las cuales se suele pedalear tanto antes del amanecer como tras la puesta de sol. Me parece una idea fantástica que va en la línea de seguir concibiendo la bicicleta como un vehículo totalmente autónomo, liberado de “peajes”, “combustibles” o “recargas” externos.

Y eso me lleva a abordar el segundo gran apartado en el que la electricidad irrumpe en la bicicleta, el del accionamiento de los cambios de marchas. Es este un asunto de rabiosa actualidad porque constituye uno de los puntales más destacados dentro del marketing y el consumo ciclista de alto nivel ahora mismo. Personalmente paso. Paso completamente, y no porque dude de la precisión, fiabilidad, agradable sensación e incluso puede que hasta mayor velocidad de la acción completa del cambio (desde que lo decides hasta que se ha engranado perfectamente), sino por algunas otras razones que enumero a continuación. Primera, no me hace falta. Me encuentro más que satisfecho con los cambios de tipo sincronizado de accionamiento mecánico. De hecho, como todo lector que me conozca sabrá ya a estas alturas, incluso esos tampoco los echo de menos cuando me dedico (kilómetros y kilómetros anuales) al ciclismo retro “de fricción”. Reconozco que ahora mismo los sincronizados me resultarían imprescindibles para competir en carretera (cosa que no hago), porque con ellos cambias mucho más rápido que con los antiguos y sin “pereza”, en el sentido de que siempre compensa hacer un cambio cuando se siente que es necesario (en los antiguos a veces no, porque se podía perder más tiempo cambiando que aguantando unos metros con lo que se llevaba puesto). Y donde desde luego no podría prescindir de ellos sería en BTT, pero insisto, el funcionamiento actual me parece más que apropiado. Segunda, dicho lo anterior, no estoy dispuesto a pagar el sobreprecio de los eléctricos. Tercera (para cuando bajen los precios o se popularicen los mandos) y esta es la más importante, me gusta que mis bicicletas sean totalmente autónomas. No quiero estar pendiente de si tienen batería suficiente o no, independientemente de que éstas duren mucho. Las baterías en general son un engorro, como todo el mundo sabe y sufre con sus teléfonos móviles. Ya nos pasaba de pequeños con nuestros coches teledirigidos (por cable) Payá. Y a nuestros hijos con el radio-control. Las baterías son un gasto extra (en ocasiones muy pequeño, pero gasto), contaminan (mucho al parecer), te hacen estar pendiente de ellas (por ejemplo cuando hace mucho que no usas un aparato y se ha descargado completamente en reposo, lo cual te hace tener que planificar en cierta medida su utilización) y llegado el caso te pueden dejar tirado. Me voy a permitir ilustrarlo con un ejemplo motero. Desde 1983 u 84 tengo moto, y desde hace más de 25 años es una moto mediana o grande de carretera, todas ellas con arranque electrónico y sin palanca. Tal experiencia me dice que, pese a haberlas disfrutado varias de ellas desde nuevas y ser todas ellas modelos de marcas del máximo prestigio internacional, es muy común que durante el invierno (si no las utilizas lo “suficiente”) o en primavera (puede que más habitual aún), cualquier mañana te encuentres con la desagradable sorpresa de que la batería de la moto está “muerta” y no tengas posibilidad de arrancarla. La estupenda moto te habrá dejado tirado, algo que no ocurre con aquellas que disponen de una palanca de arranque a patada. Mi primera moto fue una Vespa Primavera sin arranque electrónico y sin batería, autónoma si no fuera por el asunto del combustible. La nostalgia me ha hecho animarme a conseguir otra Vespa en la actualidad. Es nuestra segunda moto. Muy modesta en comparación con la de viaje. Dispone de batería, pero la verdad es que ya estaba muerta cuando la compramos. Da igual, al tener la palanca de arranque, pase el tiempo que pase sin usarla, cuando lo hacemos, una o pocas patadas bastan para que todo funcione y puedas rodarla sin problemas. Eso para mí es autonomía y ausencia de preocupaciones añadidas. No quiero convencer a nadie, cada cual tendrá sus preferencias vitales y por ello resultaría absurdo discutir sobre esto. No se trata de negarse a la existencia del cambio eléctrico ni de criticar a quien lo utilice. Insisto, cada cual buscamos diferentes ventajas y prestaciones en todos nuestros bienes de consumo, y todos tenemos derecho a priorizar sin que nadie nos critique. Simplemente declaro mi opción en este (mi) espacio.
Abordemos ahora el asunto de la utilización de la electricidad como fuente energética complementaria para la bicicleta, que quizás, después de todo, sea el asunto más importante de los aquí tratados. Tan importante que es tremendo el despliegue comercial, industrial y económico que muchos de los principales fabricantes del mundo de la bicicleta, están haciendo ahora mismo para su progresiva implantación. Aunque se comenzaron a comercializar tímidamente, pongamos, a “grosso modo”, hace una década, la oferta de bicicletas eléctricas ha crecido a una velocidad de vértigo, y son varias las clasificaciones que podríamos establecer para ordenarlas: urbanas, de rendimiento, de montaña, plegables minimalistas… pero no voy a entrar en tan concienzudo proceso, sino simplemente marcar una bifurcación taxonómica evidente y, sinceramente considero que, irreconciliable: bicicletas eléctricas que en realidad son motos camufladas por un lado y bicicletas “asistidas” eléctricamente por el otro.

Las primeras van progresando mucho dependiendo de los avances en prestaciones de las baterías (peso, duración, tiempo de recarga y potencia despachada) porque están pensadas para que el motor sea el protagonista del disfrute. Están muy bien dotadas en suspensiones, neumáticos, frenos, etc. Y cada día menos pensadas para pedalear. El síntoma principal de su vocación se manifiesta con un elemento esencial que las separa de las otras: el puño de dosificación de la acción del motor. Créanme cuando les digo que, en el momento que hay puño y entrega de potencia, el pedaleo desaparece total o casi completamente y la bicicleta deja de serlo para convertirse en una moto. He visto videos de auténticos “pepinos”. También pude admirar verdaderas motos eléctricas de trial en un salón de la bicicleta internacional. Y todas mis conclusiones se reafirmaron cuando disfruté de la prueba de una de las nuevas Bultaco. Definitivamente esta no es mi opción: autonomía excesivamente reducida y potencia insuficiente para sustituir a mi moto, aunque me alegra la esperanza de que en el futuro las contaminantes motos de explosión, puedan ir siendo sustituidas por motos eléctricas.

 
Bicicleta eléctrica (¿o moto?) vista en el salón internacional de Paris de 2013.

 
Un bar de Bultaco eléctricas vistas y probadas en 2016.

Así pues, podemos centrarnos ya en el asunto de las verdaderas bicicletas eléctricas, la segunda opción planteada. Prueba de la distinción entre ambas, es el hecho de que en cuanto empezaron a aparecer de manera significativa en el mercado, la Unión Europea estableció una normativa que las distingue y que, en el caso de las bicicletas asistidas, suprime la opción del acelerador, de modo que la energía suplementaria se obtiene de forma automática a través de sensores de potencia que discriminan cuando aplicarla y cuando no, en función del comportamiento del usuario y las demandas del trayecto. Lo que en muchos casos sí que puede controlar el usuario (algo de antemano), es el grado de asistencia que desea que su motor eléctrico le aporte. Por ejemplo, tengo un amigo que la lleva apagada en las bajadas y siempre al mínimo el resto del tiempo, subidas incluidas.

Desde un punto de vista ecológico y de cuidado ambiental, no estoy capacitado para valorar el coste energético que la utilización y fabricación de este tipo de bicicletas arrastra. La opinión pública generalizada, siempre tan cegata, tiene la falsa idea de que lo eléctrico no contamina ni deja huella ecológica, algo que está bastante alejado de la realidad. La fabricación tiene sus costes ambientales, así como la génesis de determinados residuos. Por otro lado (y sobre todo), la producción de energía eléctrica, sea esta de utilización instantánea o acumulada, también deja su “huella”. No es que hagan emisiones directas durante el funcionamiento de los motores, sino indirectas, derivadas del consumo. Seguro que nadie me ha entendido, pero prefiero dejar el tema en manos expertas o lecturas de consulta. Sobre el asunto hay muchos estudios que valoran cuales son, por ejemplo, los ratios y usos óptimos de coches eléctricos, híbridos y de combustión. Los alemanes le dan muchas vueltas a este tipo de cuestiones.

Las bicicletas asistidas me parecen un invento, especialmente cuando se presentan como verdaderas bicicletas, por encima de cualquier otra prestación, e integran una mínima expresión de asistencia eléctrica, minimizada en cuanto a peso y volumen. El concepto busca el diseño de bicicletas específicas (BTT, viajes, ciudad…) preparadas para acoger sin disonancias una asistencia motorizada. Yo no tengo ninguna, ni está en mis planes adquirirla, pero tengo ya varios conocidos que las disfrutan. Algunos de ellos lo hacen a causa de la edad y otros porque su ciclismo no es deportivo, sino ciudadano. Lo explicaré caso por caso. Uno de ellos es un compañero de trabajo algo mayor que yo, que siempre ha utilizado bicicleta en vacaciones de verano o para algunos desplazamientos por la ciudad. No es una persona deportista en absoluto, aunque lo fuera de joven. Su estado de forma deja bastante que desear, sobre todo, porque sus inquietudes vitales y de ocio tienen que ver con asuntos alejados de la actividad física. Precisamente por ello, hace tiempo que decidió moverse lo más posible en bicicleta, pero no en plan deportivo, sino como medio de desplazamiento urbano. Pero claro, tal decisión, en Santander, presenta un tremendo inconveniente: la agresiva orografía urbana (si alguien quiere hacerse una idea puede releer el capítulo dedicado a “la Tierruca” y a la cuesta de La Atalaya). Total, que como es un manitas de lo electrónico, finalmente se compró todas las piezas necesarias para acoplar él mismo un motor, baterías y mandos eléctricos en su bicicleta habitual. Ni la he visto ni he tenido aún oportunidad de probarla, pero él está encantado. Y los demás tenemos, a menudo, un ciclista urbano más y un conductor menos. Para casos como este, el del ciclismo urbano, existen infinidad de modelos específicos de bicicletas. Algunos, en mi opinión, demasiado pesados y aparatosos, otros ligeros y varios con cierto compromiso entre peso y complementos básicos de transporte. Y también, muy abundantes, modelos plegables, los cuales se me antojan como una de las opciones más acertadas.

El segundo caso es el de una pareja que ronda los 70 años (ella aún no los alcanza y él los acaba de sobrepasar). Han sido dos viajeros aventureros a lo largo de toda su vida, montañeros expertos, esquiadores y palistas de kayak de mar. Y además de todo eso, aficionados a la bicicleta en versiones de auténtico viaje de alforjas y larga duración, y de montaña. Pues desde hace apenas un año, ambos se han pasado a las asistidas, las cuales les permiten seguir viajando igual pero sin preocuparse de si en sus largas singladuras tienen que atravesar o no cadenas montañosas con sus alforjas a cuestas. Ambos acaban de abrir nuevas puertas a una de sus principales aficiones, y ahora que disfrutan de una jubilación compartida, la progresiva reducción de su capacidad física no es un injusto inconveniente pues sus actividades pueden ser prorrogadas durante mucho más tiempo, dejando el asunto casi exclusivamente en manos de la salud. ¿No es esto algo grande?.

 
Un día disfrutando de la compañía de Chus en bicicleta.

El tercer ejemplo real es el de mi amigo Fernando. Él ha sido toda la vida un multideportista: vela, surf, triatlón, esquí, montaña, parapente y mucha bicicleta. Apenas hace unas semanas se acaba de comprar una magnífica bicicleta de montaña asistida eléctricamente. Toda la configuración de la bicicleta es la de una BTT de tipo Rally aunque con doble suspensión. Está equipada con un montón de coronas y, como la mayoría de las asistidas ahora, un único plato. La bicicleta da gusto probarla e invita a pedalear por senderos y trazados “off-road”. Pero digo bien, a pedalear, sino no anda. De hecho, con ella te olvidas del asunto del motor y el pedaleo te sugiere el cambio de desarrollo como si de una bicicleta normal se tratara. Eso sí, a la hora de subir, se nota la ayuda. Fernando la lleva configurada al mínimo, de forma que, según me dice, asciende sudando los grandes puertos (de pista) de nuestras montañas de Cantabria, pero al menos puede con ellos y esto le permite seguir saliendo de excursión con sus amistades, todos más jóvenes que él. Hace poco hicimos una ruta de todo un día, de bastantes kilómetros por pistas forestales con hasta tres ascensiones de consideración. Éramos trece participantes, tres de ellos (incluido Fernando) rodando con sus “asistidas”. La integración fue perfecta, cada cual a su ritmo pero con un resultado de deambular bastante compacto en el que nadie tuvo que esperar demasiado a nadie. Los “eléctricos” se mantuvieron ascendiendo dentro del grupo, ni por delante de los más fuertes, ni de farolillos rojos. Visto lo visto, que quieren que diga, pues que prefiero poder seguir disfrutando del BTT con mis amigos toda la vida, que perderlos porque sus fuerzas se vayan viendo mermadas por la lógica natural del paso de los años. Pienso que más tarde o más temprano, me va a pasar a mí, y aunque por el momento no lo siento, supongo que a no mucho tardar, solamente podré acompañar a gente más joven y fuerte o acometer recorridos que todavía completo, incorporando la electricidad a mi ciclismo. Considero que es una opción de longevidad ciclista de lo más digna y placentera.

 
La bicicleta de montaña de mi amigo Fernando.

 
Un día con él de excursión.

Aunque pudiera parecer que la única justificación que le encuentro al uso de la eléctrica es la edad, eso se debería a cierta incapacidad redactora por mi parte o a un tenaz sesgo lector por la de quienes comparten conmigo el texto. Algunos de los ejemplos han llegado a la “asistencia” tras décadas de pujante esfuerzo físico, eso es cierto, pero hay muchas otras posibilidades y circunstancias para las que la electricidad puede aportar ventajas significativas y que nada tienen que ver con la edad de los usuarios. En el curso escolar 2008-2009 me metí a fondo en un proyecto personal de investigación educativa relacionado con la movilidad del alumnado de un centro concreto de Secundaria. Se trataba de un estudio de caso. En una fase del proyecto planteé un trabajo de campo en el que parte del alumnado debía monitorizar sus desplazamientos cotidianos por la ciudad a lo largo de la semana. Un grupo lo hacía en bicicleta. Gracias a Monty, disfrutamos de varias bicicletas urbanas plegables ligeras para el estudio, dos de ellas eléctricas. Tengo que indicar que en función del lugar de residencia del alumnado, las bicicletas convencionales fueron valoradas como aceptables o no para su utilización permanente, sin embargo, en lo que respecta a las eléctricas hubo unanimidad, eran declaradas como una buena opción en todas las circunstancias, por varios motivos alegados: evitar en gran medida el sudor en determinados itinerarios, permitir afrontar cualquier tipo de trayecto a pesar de la orografía de tan abrupta ciudad y evitar que el esfuerzo se convierta en penoso cuando se circula con considerable carga de material escolar, de entrenamiento, etc. Y queda claro que en aquella ocasión los interesados eran todos menores de 18 años. Parece pues, y así está ocurriendo con la evolución del mercado, que la electricidad encuentra mucho sentido en el ciclismo cotidiano. Entre otras cosas porque lo hace accesible a mucha mayor población.

Otro ámbito interesante que nos está empezando a llamar la atención a muchos ciclistas habituales (y habituados, es decir relativamente entrenados) es el de la conciliación familiar o de pareja. Por experiencia sabemos que emprender actividades ciclistas conjuntas de cierta entidad (aparte de algún simple paseo) puede provocar más de un disgusto y probables discusiones o enfados que todos preferimos evitar. Y no es que yo pretenda incorporar a mi familia a mis salidas largas, entrenamientos o jornadas deportivas exigentes. Sin embargo, sí que, en ocasiones, me encantaría poder afrontar grandes viajes ciclistas en pareja. Y tal y como veo el resultado de rendimiento de nuestras personales evoluciones vitales, empiezo a pensar que la opción eléctrica podría convertirse en una excelente oportunidad para poder hacerlo de nuevo. Ella con asistencia y yo sin ella. Con nuestras alforjas y con un largo y atractivo trayecto por delante. Todo será cuestión de calcular bien la autonomía, porque un ritmo común será fácilmente conciliable. A mi mujer le encanta montar en bicicleta, y lo hace bien, lo que pasa es que no le dedica casi tiempo porque prefiere hacer otras cosas, algo que respeto completamente. Por eso se le hace demasiado duro acumular ascensos. Así pues, el motor eléctrico pudiera quizás transformar nuestros hábitos viajeros y ayudarnos a recuperar aquellos que fueron a pedales. Hace poco tiempo que le doy vueltas, pero aún no tengo nada decidido. No encuentro experiencias ajenas cercanas al respecto, pero por lo poco que he podido observar en las escasas salidas que he compartido con “eléctricos” me parece que es una excelente solución a un problema clásico. Además, ya he visto que hay por ahí modelos de bicicletas eléctricas con específica vocación de viaje largo con alforjas. La única duda que tengo es la cuestión de la vida útil de la batería. No me refiero a su autonomía durante un viaje, sino a su envejecimiento, especialmente considerando al errática utilización que mi mujer hace de la bicicleta ¿periodos demasiado largos sin hacer trabajar a la batería aceleran su deterioro?.

Comentado lo normal, lo natural, lo lógico y lo sensato, he dejado también hueco para lo sucio, lo inmoral, lo (lamentablemente también) adherido irremediablemente al deporte competitivo: las trampas, de las cuales mucho sabemos en el ciclismo. La tecnología eléctrica, como ya lo fuera la bioquímica anteriormente, también se ha convertido en un campo de acción para la búsqueda del triunfo por medio del juego sucio. Hace meses que en pleno Campeonato del Mundo de Ciclo-cross, descubrieron que la campeona de Europa sub 23 (la belga Femke Van den Driessche; 19 años de edad) disputaba la prueba con una bicicleta dotada de un pequeño motor eléctrico auxiliar accionable en momentos clave. El artilugio iba perfectamente escondido dentro del cuadro, tal es así que son necesarios escaneados potentes para detectarlos. Acabo de pasarme al plural en la redacción porque hay fundadas sospechas de que tal práctica no ha sido aislada, y algunos aseguran que la caza de este tipo de artimañas ha llegado tarde, y que habrá habido quien ya le haya sacado provecho al invento anteriormente. Sobre esto último todos hemos escuchado más de una leyenda urbana, pero no me cuesta nada imaginar o suponer que la jovencita belga no haya sido, ni mucho menos, la primera en utilizar esta ventaja. Según parece, un hábil técnico húngaro (Istvan Varjas) equipa bicicletas de alta gama con tal utensilio desde hace tiempo. Fue precisamente él quien advirtió tiempo atrás a la UCI, de que su clientela iba en claro aumento. Todo ello lo explicó en una entrevista a l’Équipe. Ha habido otros informantes que, al contrario que el húngaro (que estando desvinculado del mundo de la competición hace de ello un mero negocio como otro cualquiera), han preferido mantenerse en el anonimato. Algunos de ellos hablan también de ruedas electromagnéticas con incluso cierta posibilidad de recarga durante la marcha. “Bienvenidos al mundo de lo real”. La opinión pública se lleva las manos a la cabeza y algunos famosos ex-campeones se muestran escandalizados por este otro tipo de “dopaje”. Me hace gracia porque lo ven más inmoral o criticable que el tradicional (por el cual algunos de ellos fueron en su día sancionados). Ante tal contrasentido veo dos posibles “justificaciones” a bote pronto. Una, que todo el mundo ve como mucho más graves las trampas de los demás que las propias. Y la otra, que lo del dopaje tradicional ya hace tiempo que fue bastante asumido por la comunidad ciclista en general, como parte de la cultura propia. Justo lo contrario de lo que ocurre en la Fórmula 1, acostumbrados como están a basar muchas victorias en forzar o traspasar tecnológicamente los límites del reglamento. A mí trampas me parecen todas las que van contra las reglas comunes (estén éstas bien diseñadas y justificadas o no), pero puestos a valorar, en cuestión de salud, el dopaje bioquímico me parece mucho más dañino que el tecnológico… Lo interesante (desde un punto de vista sociológico) es que con tantos avances, ya nadie puede estar seguro de nada cuando circula en bicicleta por la carretera compitiendo. Ya sea con los amigos, contra espontáneos o en una mal llamada marcha cicloturista competitiva, cada vez resulta más difícil estar seguro de que todos compiten en igualdad de condiciones. La sospecha se cierne sobre los implicados, y la carrera tecnológica no ha hecho más que empezar, es simple cuestión de relajar los principios (que ya de por sí están a la baja) y gastarse la pasta (mucha). El asunto, aparte de la degradación social que implica, me divierte muchísimo porque afecta a una esfera ciclista que no practico y que me deja completamente al pairo: la de la competición que se esconde en espacios y momentos no competitivos. No me dan ninguna pena.

 
Femke Van den Driessche en el “superprestige cyclocross” de Bélgica. (Imagen: Photopress.be).

Volviendo al tema central de las bicicletas eléctricas, me declaro pro-eléctrica (no competitiva) aunque no practicante. En mi situación actual aún me decanto por la bicicleta convencional, tanto para los viajes, como para el disfrute deportivo o mi movilidad urbana ocasional. Pero respeto completamente a quien da el paso hacia su uso, y no descarto en absoluto darlo en el futuro cuando lo crea conveniente para alargar mi afición. El asunto de las baterías está en plena evolución constante. Mejoran día a día en duración del suministro de carga, velocidad de recarga, ligereza y supongo que fiabilidad a largo plazo. Considero importante que se desarrollen nuevos sistemas de recarga en marcha, quizás incorporando algún tipo de “embrague” que permita al ciclista decidir cuando quiere recargar a base de “freno-motor” y cuando no. La principal pega que encuentro ya la he manifestado antes, y es que me aferro a  mi mentalidad anti-consumibles. Así que por el momento sigo disfrutando de mis “hierros”. Por supuesto sin accionamientos electrónicos, sin pulsómetro, sin medidor de potencia, etc. Por no llevar, hace ya años que no llevo ni cuentakilómetros. Quien me ha visto y quien me ve.

martes, 15 de noviembre de 2016

21. MADRID ME MATA


21. MADRID ME MATA.

Vivo en el norte. Eso no significa nada si no se enmarca dentro de algún sistema de referencia geográfico, pero en esa ocasión no me parece necesario establecerlo. Vivo en el norte, dónde llueve mucho, el mar se muestra frecuentemente bravo, los vientos azotan con caracteres diversos en función de su procedencia y las tierras son abruptas y están tapizadas de verde. Y dentro de ese “norte”, habito en un entorno rural. Algo por lo que no me puedo sentir orgulloso, pero de lo que tampoco tengo por qué avergonzarme. Es una simple cuestión de elección personal. Eso sí, puedo asegurar que allí soy muy feliz. Cuando afirmo que vivo en un entorno rural me apoyo en la interpretación paisajística y social que hago de mis alrededores. Así como en algunos datos demográficos. Nuestro ayuntamiento tiene una población de 4353 personas. Están repartidas entre siete pueblos. Algunos con claro casco urbano, otros configurados como una colección de viviendas salpicadas entre los campos. En realidad la cifra de población es una convención, ya que la realidad la hace oscilar mucho de manera estacional. Todos los fines de semana la cifra aumenta ostensiblemente con mucha gente que se acerca a pasar el fin de semana, para disfrutar de su segunda residencia. Gente preferentemente procedente de la capital de la provincia o de nuestro vecino País Vasco. Desde allí llegan muchos, desde hace bastantes años. Es gente que demuestra una clara vocación expansionista y sin fronteras en lo que a su ocio y asentamiento vacacional se refiere. Si el fin de semana es más largo de lo normal, y se convierte en puente o en vacaciones pre o post veraniegas, entonces el flujo es aún mayor. Allí se acumula mucha más gente todavía, y los puntos de origen se multiplican y resultan más alejados también. Viene gente de la Meseta Castellana, de cualquier punto de España y desde luego de Madrid. Y ya en verano, todo se dispara y el ayuntamiento se pone hasta la bandera, multiplicando por varios factores su teórica cifra de población.

Pero para comprender mejor que quiero decir con eso de rural, tengo que afinar un poco más. Dentro del municipio, el pueblo en el que vivo tiene 808 vecinos. Gente dedicada a trabajos cercanos: panaderos, ferreteros, elaboradores de piensos, hosteleros, jubilados, personal de servicios, etc. Hay de todo, y entre ellos, bastantes ganaderos. Personas dedicadas al negocio de la leche. Aunque desde hace relativamente poco tiempo, también van aumentando aquellos dedicados al asunto del surf. De hecho, en “temporada” o fuera de ella, siempre tenemos surfistas pululando por allí. Personas que vienen y van en muchas ocasiones de forma nómada y en gran proporción extranjeros. Lo mismo que los peregrinos, también extranjeros la mayor parte, los cuales llegan caminando o en bicicleta desde el este y cruzan la comarca pegados a la costa hacia el oeste, en pos de su objetivo jacobeo. Pero pese a los itinerantes no estacionales y a toda la gente que viene de vacaciones, puedo asegurar que aquello es un entorno claramente rural. Un lugar donde es relativamente fácil vivir con cierta calma, y parcialmente ajeno a la vorágine de los tiempos actuales. Personalmente, además, me considero de esas personas que valoran positivamente tanta tranquilidad y que levantan cierta “cámara de descompresión” con respecto al actual modelo y ritmo de vida urbana. Me gusta pasear por la costa desierta y por los prados bajo la luz siempre cambiante.

Aún así, en ocasiones, voluntariamente, interrumpo esa especie de retiro mundanal y me sumerjo en el tumulto. Digamos que hago mis catas urbanas, disfrutándolas sin abusar, como si de buenos licores se tratasen. Decido, me organizo y me voy a las ciudades para disfrutar de otros ambientes y otros recursos, que aunque no suelo echar en falta, también me agradan. Y eso es lo que hice hace poco, viajando a Madrid, ante la disponibilidad de unos días de vacaciones que nadie más de mi familia o entorno tenía.

Cuando vivía en Madrid como estudiante universitario, la ciudad se encontraba en plena efervescencia cultural. Eran los años ochenta y las entidades públicas relacionadas con la cultura parecían estar volcadas en recuperar gran parte del terreno perdido durante los años de dictadura. Los museos abrían las puertas, se modernizaban y programaban muchas grandes exposiciones. Las administraciones confeccionaban ambiciosos programas de actuaciones culturales y artísticas. Los patrocinadores surgían para favorecer el dinamismo cultural. Y además de todo aquello, la capital vivía toda una revolución “contra-cultural”, que especialmente a través de la música, el cine, la fotografía y una desenfrenada simbiosis relacional entre la proliferación de garitos y el deambular de la juventud por ellos, acabó configurando un movimiento que todos reconocemos bajo el nombre de La Movida Madrileña o en ocasiones la Nueva Ola. Ouka Leele, Ciuco Gutiérrez y Antonio García-Alix, cada uno de ellos a su modo, fueron buenos ejemplos de aquel movimiento dentro de la fotografía; como Almodovar lo fue en cine; y el Rockola, el Viva Madrid o el Escueto en el caso de los bares y espacios de concierto. Pero lo que más destacó, o al menos lo que más ha quedado en el recuerdo, como asociado a aquella época, fue la música, de la cual, confesando mis preferencias, podemos recordar a Radio Futura, Nacha Pop o Gabinete Caligari, entre muchas otras formaciones o artistas. El ambiente “movido” impregnaba casi todo, y los medios se vieron contagiados de ello. En Radio 3 (nacida en 1979) aún se percibe con claridad la influencia de aquella época. Y entre los medios escritos, hubo una popular revista mensual que se hizo bien conocida con su denominación: “Madrid me Mata”. La publicación alcanzó 16 números, los cuales vieron la luz entre los años 1984 y 1985. Y su nombre, evidentemente empleado con un ambiguo e irónico doble sentido, es el que me permito utilizar aquí para aderezar un relato autobiográfico en el que me traslado del mundo rural norteño a la colmena de la capital. Cada vez que utilice las siglas MMM estaré declarando que “Madrid me mata”, y será responsabilidad de cada lector interpretar el sentido que yo esté tratando de darle a la expresión.


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Portada del Nº 2 de la revista “Madrid me mata”. (Imagen: instagram: la movida / Rafael Jiménez).

Desplazarse a Madrid desde mi casa, no es caro ni difícil, pero tiene sus peculiaridades. De hecho, el meollo principal de la cuestión tiene una expresión propia, que a los cántabros nos es muy cercana y que casi forma parte de nuestro ADN geográfico. Es la denominada: “accesos a la Meseta”. Una cuestión que ya obligara en su día a los romanos a tener que hacer un gran esfuerzo de obra civil, en formato de calzada complicada. Y que en lo que a mí respecta conozco bien de cerca, porque tal “cuestión” pasa por mi “otro pueblo”, en forma de Camino Real, “Hoces del Besaya”, línea de tren o Autovía de la Meseta. Todos esos intentos (incluido el propio curso del río en su búsqueda del mar) son intrincados, tortuosos y lentos, muy lentos. Y lo son no sólo por el terreno que han de atravesar, sino también por el desnivel a salvar. El actual sistema de “competencia carroñera administrativa” en el que se ha convertido nuestro “estado de las autonomías”, junto con el anterior “centralismo de ombligo contemplado”, se han encargado, desde que tengo uso de razón, de ningunearnos a base de bien en esto de facilitarnos la comunicación presencial con la capital. Para recorrer los 400 km aproximados que nos separan de ella, lo tendremos que hacer bastante despacio si pretendemos trasladarnos por medios terrestres: cinco horas y pico en autobús, cuatro horas y cuarto en tren y cuatro horas aproximadamente en coche. Lo del coche se debe a que hay que dar bastante vuelta, y eso que ahora gozamos de una impresionante autovía (muy cara de construir por cierto). La disfrutamos desde hace muy poco tiempo, pues nos dejaron “de los últimos” en esto de la configuración radial; y es precisamente ahora, cuando la tenemos, que Madrid no admite coches ajenos y no hay casi posibilidad económicamente razonable de poderlos estacionar allí, aunque sea para pasar unos días. En lo que a mí respecta no veo en ello un gran problema. Si eres del “norte” aprendes desde muy temprano a solucionarte la vida de forma individualista, en un país que constantemente te pide después solidaridad. Si es verano puedo ir en moto (por ahora Madrid es amigable estos vehículos). Si quiero llevar bicicleta me la admiten a precio más que razonable en el autobús (¡bien por ALSA!). Y si tengo prisa ahora hay aviones “low-cost”. En esta ocasión no se daba ninguna de esas circunstancias así que opté por el tren y de ello salieron unas cuantas horas de lectura, tiempo que en mis actuales circunstancias no tiene nada de desperdiciado. Cerrando el tema de los “accesos” he de decir que ese relativo aislamiento en el que estamos sumidos, tiene, desde mi personalísimo y egoísta punto de vista, ciertas contrapartidas positivas que será mejor que me calle… MMM.

Y hablando de transporte, permítaseme situarme ya en Madrid, una vez explicado el asunto del viaje de traslado (ida y vuelta; tren y lectura) hacia allí. Resulta que aquellos días la ciudad venía siendo noticia nacional, entre otras cosas, por el progresivo y algo alarmante aumento de la contaminación del aire, causado por la concentración de gente desplazándose por allí y el consumo energético en general, y agravado por el buen tiempo reinante. La capital necesitaba lluvia para lavarse, y ésta no acababa de llegar. Así pues, el ayuntamiento estaba desplegando algunas fases del protocolo que tiene establecido para tales situaciones, que básicamente consiste en ir reduciendo la velocidad de circulación de los vehículos y restringiendo arbitrariamente su uso. Un buen ejemplo de medidas racionalmente absurdas y simplistas (aunque probablemente necesarias), que llegan como consecuencia de problemas de comportamiento colectivo complejos. La circulación en coche por Madrid es mala, incómoda, lenta y en numerosas ocasiones atascada. Personalmente procuro evitarla siempre, y suelo conseguirlo. Aunque en esta ocasión, desde la vista que se me ofrecía como peatón a pié de calle, y en un único trayecto que tuve que acometer en taxi, tengo que decir que mi percepción subjetiva fue de que en realidad había bastante poco tráfico (ignoro si por lo peculiar de la semana en cuestión o a causa del mencionado protocolo). Me llamó la atención la naturalidad con la que circulaban las bicicletas, las cuales, aún siendo escasas en comparación con el resto del tráfico rodado, aparecen con cierta frecuencia, por cualquier parte, y manejadas por personas de muy diferente condición (muchas mujeres) y ataviadas con pinta de estarlas utilizando para ir o volver de trabajar. Me parece un buen síntoma que espero que resulte creciente (sospecho que les va a resultar inevitable). De todas formas, para la ocasión, me decanté por la combinación del metro y la caminata. La segunda es muy agradecida porque te permite explorar la ciudad, a través de sus gentes, sus espacios, locales, comercios, etc. Es algo que me gusta hacer en las urbes ajenas y que te reporta el grado de dinamismo que cada localidad desprende, que en el caso de Madrid es mucho y evidente. Tiene una contrapartida, y es que las distancias o la extensión son enormes y además de no poder cubrir todo lo que deseas o necesitas caminando, acabas bastante cansado de patear por allí (MMM). Por eso siempre utilizo el Metro como complemento. La desventaja de su uso es que al ir bajo tierra, te pierdes el panorama y percibes la metrópoli únicamente a través de la observación cívica de lo que te toca en suerte: flujos de personas, compañía de andenes y vagones, etc. El papel de anónimo “voyeur sociólogo de Metro” siempre me fascinó y confieso que es algo que sigo practicando cada vez que me sumerjo en el subsuelo. En el suburbano viaja gente de toda condición, sexo, edad… ¡Mucha gente! Lo cual ofrece un muestrario de ciudadanía impresionante y aparentemente infinito. Lo que ya no parece tan extenso son los tipos de comportamiento exhibidos en el movimiento de los intercambios de estaciones ni en los momentos de pasiva quietud dentro de los vagones. Pese a lo que nos aseguren las estadísticas, resulta evidente a simple vista que es muchísima la gente que lee. Me parece que se puede afirmar con rotundidad que “en el Metro madrileño se lee muchísimo”, sobre todo libros (más que revistas o periódicos) ya sean aquellos en formato de papel o digital. Las miradas perdidas hacia un horizonte ausente siguen vigentes, aunque perdiendo muchísimo terreno, especialmente a causa de la proliferación de comportamientos de interacción con las pequeñas pantallas individuales, que en la actualidad se han erigido como la actividad prioritaria entre las masas del “underground” (en inglés pero literal). Afortunadamente todavía resisten algunos románticos ensimismamientos privados de pareja en medio de espacios tan públicos. Así como fugaces cruces de miradas entre otros observadores que como yo, prefieren atender al comportamiento de su especie real que al universo virtual de sus pantallas (y no porque no las portemos con nosotros). A mí el Metro me hace pasar calor, y eso no me gusta. A cambio me permite llegar de forma económica y bastante rápida a cualquier parte de la ciudad, algo que por ejemplo no ocurre (ni de lejos) en Barcelona, donde su red está claramente descompensada entre unas y otras áreas de la ciudad, y además es mentirosa o engañosa cuando se presenta en un plano en el que busca parecer tupida y cosmopolita, escondiendo la realidad de dos redes diferentes, incompatibles para el “sencillo” usuario de billete sencillo y que, por lo que en su día sufrí, se empeñan en no entenderse lo suficiente como para ceder un poquito en sus intereses corporativos, para facilitar las cosas a los usuarios. En Madrid la red es muy extensa, muy tupida y por lo general con buena frecuencia de convoyes. El acceso a los principales puntos de arribada a la ciudad (aeropuerto y estaciones ferroviarias o de autobuses) es sencillo y rápido, así como el ritmo de despliegue hacia su extrarradio. En cierto modo el Metro madrileño parece un submundo de topos humanos que recorremos frenéticamente galerías de muy diversa disposición, saliendo a la luz natural cada cierto tiempo (MMM).

Pero esta gran ciudad, lejos de lo que pueda parecer, en el fondo se comporta como una verdadera localidad de barrio. A poco que permanezcas unos días allí, en seguida vas a conocer a tu vecindario más próximo y al comercio más cercano. El talante social en la corta o media distancia es muy abierto y de gran camaradería. Algunas míticas series televisivas como “Farmacia de guardia” o “Cuéntame” retratan perfectamente esta realidad de la que hablo. Y tal sensación “de barrio” es algo que me gusta percibir cuando estoy por allí, quizá porque me recuerda, o aunque parezca imposible se me asemeja un poco, al intercambio verbal cotidiano en “mi” pueblo. Lo que en “mi” pueblo no hay, entre otras muchas cosas, mientras que en “mi” temporal barrio madrileño sí (recién descubiertos), son, una tienda muy especializada en coches de “slot” y un “workshop” comunal y alternativo para reparar bicicletas de forma autónoma y cooperativa. También perviven una buena licorería, una librería psicopedagógica especializada y muchos otros comercios que ya conocía desde hace años y que siguen vivos conviviendo con otros completamente nuevos.

En lo que respecta a la hostelería, estuve viviendo de prestado en un apartamento familiar. Pero para no estar pendiente de fregados, compras y cocina, toda mi alimentación la he cubierto fuera de casa, y es este otro aspecto peculiar de la capital de España. He desayunado por el barrio en sendos locales con horneado propio. Un día salado y otro con un castizo chocolate con churros (no porras no, churros). También he utilizado los alrededores para una comida y una cena, ambas en un mismo establecimiento, de toda la vida, que con unos precios francamente moderados y un servicio rápido y profesional, me han solucionado el trámite culinario con calidad suficiente y gran economía. No ha sido suerte, eso es algo muy típico de Madrid, poder disfrutar buenos menús del día desde precios que van subiendo en toda la graduación de la escala partiendo de los 6-7 €. Muchos de ellos mantienen esos camareros tan “gatos”, uniformados de forma tradicional, simpáticos, con marcado acento local y con ingenio en el trato. Si la comida se hizo asequible y completa gracias al menú, la cena resultó más que suficiente con algunas raciones a capricho, que siempre hay gran variedad por allí. Ambas, cómo no, con cañas bien tiradas. A los bares, sus raciones y sus menús del día me acostumbré bien temprano de joven, por el hecho de tener que simultanear el estudio y el trabajo, disponiendo, normalmente, de muy poco tiempo para comer. Lo hacía a precios tan bajos que nunca fui capaz de encontrar algo así en “provincias”. Y pese a que alguno de los lectores pueda dudarlo, guardo un gratísimo recuerdo de aquello, tanto de los ambientes, como de las viandas. En esta ciudad, en cuestión de gastronomía, todo es posible dentro de la amplia horquilla que va desde lo más económico y lo más insultantemente caro… MMM. Los cafés me los he tomado aparte. Para cambiar de local y respirar más ambiente. Ya que uno rompía su recogido universo rural, pues mejor aprovechar la aventura para ver y sentir cuánto más mejor. Uno de ellos, haciendo tiempo para una cita cultural con entrada a hora concreta, fue matinal y en un céntrico Starbucks. Allí opté por un café americano, probablemente el más estándar de todo su surtido. El café me pareció caro, y no me gustó demasiado. Muy diferente de los lejanos recuerdos que yo tengo de Canadá. Rara vez tomo café americano y cuando lo hago me gusta muy dulce y poco cargado, para poder beber mucho sin que me afecte. No es algo que consiguieran satisfacerme en esta ocasión. Eso sí, a cambio, pude disfrutar de un buen rato sentado en un sofá de cuero, con buena vista del exterior y durante el tiempo que necesitaba. Al fin y al cabo para eso entré. Y para acabar (o casi) con mi crónica gastronómica, he de decir que, tratando de tener un detalle con un amigo, opté por una taberna vegetariana para comer mi último día allí. También un menú del día económico y un agradable trato y ambiente recogido. Al final la amistad me falló, porque a él sí que Madrid parece estar matándolo. Pero a cambio, comí francamente bien y de forma novedosa, y en mi soledad, pude sintonizar mi “aparato receptor” con la mesa de al lado, en la que tres editores de libros mantenían una más que interesante conversación, liderada preferentemente por el más joven, que casualmente era un paisano cántabro.

Pero la motivación principal de mi viaje tenía carácter humano. En realidad quería aprovechar para poder visitar con calma y repetidamente a mi tía Cuca. Está a punto de cumplir 90 años y actualmente vive en una residencia. Lamentablemente depende de una silla de ruedas para poder desplazarse, pero “de cabeza” está perfectamente. Esto último es una excelente noticia, no sólo para ella, sino también para todos los que la conocemos, por lo mucho que aporta el poder conversar con ella. Mi tía nació y se crió en un pueblo mucho más pequeño que el “mío” y bastante más montañoso. Pese a ello, a la guerra, a ser mujer en su época, etc. consiguió desarrollar todo un “carrerón” profesional en el mundo de la pedagogía. Demostrado, por ejemplo, con su cátedra en la UAM, su título de emérita, su paso por el MEC en plena época de la transición, sus innumerables publicaciones e investigaciones, y desde luego, su papel ideólogo fundamental en los movimiento de “Enseñanza Personalizada” que durante los años setenta puso en marcha la “Experiencia Somosaguas”. Total, que visitarla es toda una acción de encuentro positivo recíproco. Para ella porque le encanta recibir visitas familiares y para mí porque con esas tertulias sigo aprendiendo de mi profesión, de mi historia familiar y de la vida. Pero como estas visitas forman parte de lo personal no daré más detalles de las mismas, únicamente recordar que fueron la razón proritaria de mi viaje y llenaron gran parte de mi estancia en la capital.

Pero hubo otro par de visitas añadidas y premeditadas de las que tiene bastante sentido hablar aquí, porque tienen mucho (o todo) que ver con la temática habitual de estos escritos. La tarde de llegada, después de visitar a mi tía y dejar la maleta en casa, encaminé mis pasos hacia La Latina, ese foco de efervescencia cultural, dinámica social, pequeñas y novedosas aventuras empresariales, etc. que tan de moda se ha ido poniendo actualmente en la ciudad. Allí me había citado con Manu, mi amigo y mi editor ciclista favorito. Cenando en una tasca muy añeja, a base de quesos variados y fantásticos, y con una estupenda tosta de bacalao (y con esto sí que doy por terminada, de verdad, la crónica gastronómica), nos pusimos al día de muchas cosas: ciclismo, ediciones, textos, familia, emociones, vida, piraguas, planes… de todo fue imposible porque nunca hay tiempo suficiente para ello. Pero de bastantes cosas sí. Y además, nos emplazamos para un actividad deportiva de la que un poco más tarde hablaré.

Y la tercera visita que llevé a cabo, esa sí que tuvo carácter “ciclo-técnico-cultural”, ya que fue al estudio-taller de Ana y Dani (Bicicletas Clásicas Leo). Poco antes me había puesto en contacto con ellos porque tenía muchas ganas de ver su ambiente de trabajo de cerca, y de recibir muchas explicaciones e información de sus procesos, dedicación, etc. Tengo que agradecer que me recibieron con los brazos abiertos y una atención total, y que pasé allí un largo rato muy agradable que, de no haber sido por la hora, gustosamente hubiera prolongado mucho más. Ambos son artesanos y aglutinadores de variados oficios de antes. A sus especialidades en diseño, tapizado, trabajo del cuero, mecánica ciclista, mecanizado de piezas, búsqueda y localización de material, etc. Hay que añadir sus contactos con un magnífico pintor, expertos en cromados u otros oficios. En Leo trabajan bien y sin prisas, con los parámetros  de calidad y buen gusto por encima de otros como el “marquismo” o la obsesión por el menor precio. De hecho, a menudo, emplean un principio muy personal en sus trabajos, que siendo poco habitual entre los restauradores de bicicletas, comparto plenamente con ellos y trato a continuación de explicar. Hay veces, hay bicicletas, hay apetencias o necesidades, que no siempre cubrimos o resolvemos con las dos tendencias habituales. A saber: un escrupuloso respeto a la originalidad en piezas, estado, complementos… de las bicicletas; o una evidente obsesión porque todo el trabajo quede plasmado como si la bicicleta en cuestión acabara de salir de su cadena de montaje hace unos minutos. En Leo con capaces de trabajar bien ambas tendencias si se lo proponen. Pero en ocasiones, tal y como muchas veces hago yo, optan por una tercera vía que consiste en reconvertir una sugerente bicicleta que, sin que sea un crimen alterarla por tratarse de una pieza clásica pero abundante o sin un gran valor histórico de importancia, puede quedar convertida en una maravillosa y apetecible bicicleta única y cargada de personalidad, algo para lo cual, sin lugar a dudas, exige tomarse ciertas libertades o licencias en su tratamiento. Mi enhorabuena, es una idea que comparto plenamente y que durante la visita he comprobado que llevan a cabo con maestría.

Su local son unos bajos de oficinas reconvertidos en un multi-espacio para el ciclismo clásico. Hay salas en las que las bicicletas se exponen con gusto, así como paredes de las que cuelgan ejemplares de lo más interesantes. También dos despachos de trabajo con más expositores de bicis o piezas. Rincones para publicaciones, detalles, maillots, etc. Cuartos donde se almacenan bicicletas viejas esperando turno para ser tratadas, compartiendo espacio con cajas y cajas de material y piezas de toda índole. Un espacio de trabajo para el cuero y un taller bien equipado con mucha y buena herramienta de mecanizado o específica ciclista. En definitiva, un paraíso para quienes estamos verdaderamente interesados en todo ese mundo. Todo ello, además, con una diferencia bastante nítida entre lo que son las zonas de muestra (cuidadas estéticamente con primor), las de trabajo (vistosas, apetecibles, vivas y aún así ordenadas), y el “lado oscuro” (los espacios de almacenaje, que, aún no estando pensados para su visita, mantienen bastante orden desde mi punto de vista).

Sería demasiado largo describir todo aquello, además, era tal el afán de Dani por querer enseñarme casi todo, que recibí demasiada información verbal, visual y sensorial en general en un periodo de tiempo claramente insuficiente. Por resumir diré que me llamaron la atención algunas piezas curiosísimas, como un timbre con brújula o un cuentakilómetros de poleas, entre los muchos detalles accesorios que por allí vi. Y en cuanto a las bicicletas en sí, regresé enamorado de una Zeus de bastante edad, de tres preciosas ruteras abigarradamente equipadas (Motobecane, Peugeot y ¿?) y dos fantásticos tándems veteranos, plenos de detalles interesantes. Olvido bicis, eludo cientos de detalles, pero es que tratarlo con precisión llevaría como mínimo una entrada exclusiva para ello, y no pretendo aquí parecer que hago publicidad de una visita cuya naturaleza fue de placer (por el tema) y amistad (por la pareja). El lugar, el proyecto, el talante y el trabajo desarrollado por Ana y por Dani es algo necesario dentro del ciclismo retro, clásico o vintage. A su modo, a mi me parece que hacen mucho bien porque son un buen ejemplo, porque dinamizan mucho la actividad, porque mantienen vivo el fenómeno y porque lo embellecen. Así pues, les doy muchas gracias por ello.

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Un detallito de piezas en Bicicletas Clásicas Leo, magnífico juego de plato, biela y pedales Peugeot realmente antiguos.


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No me declaro fan de Zeus, pero dentro de ellas tengo mis preferencias. Muchos de sus seguidores adoran la 2000 y aquellas que rozan el límite de lo retro. Yo al contrario prefiero las más antiguas, y está , tan parecida a la de mi amigo Javier, me encantó.


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Precioso y en excelente estado ejemplar de una Motobecane de cicloturismo francés. Incluye todos los detalles de aquel tipo de bicicletas (frenos de tiro central, trasportín trasero, juego de luces un hermoso velocímetro…), también algunos discretos añadidos de “Leo”, como la interesante solución de la goma del soporte trasero. Que vaya equipada con doble plato es engañoso porque lo que ocurre es que lleva una corona enorme.

 

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Aspecto de uno de los dos despachos de trabajo. No es zona “oficial” de exposición, pero aún así alberga tesoros: una Peugeot cicloturista completamente original y equipadísima de 1985-86, y dos magníficos tándems de los años 40-50. Uno ya restaurado y el otro esperando turno.


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Bicicleta de ciloturismo hiper-equipada con productos propios y hallazgos deslumbrantes como el fascinante timbre-brújula sobre el tubo horizontal.


Y finalizado el asunto de mis visitas, paso a dar cuenta de la actividad deportiva allí desarrollada, que fue una pero francamente contundente. Visitas hubiera hecho muchas más, de haber pasado más tiempo en la ciudad. Conozco tanta gente allí, y hay tanto que ver, que nunca me da tiempo a todo. MMM.

Una mañana me acerqué al lago de la Casa de Campo. Allí había quedado con Manu, que, en bicicleta, me iba a acompañar a dar la vuelta completa al Anillo Verde de Madrid. Lo que pasa es que yo pretendía hacerlo en patines. El día era perfecto: soleado y algo fresquito por la mañana, pero pronto cálido sin exceso. Con el GPS en la mano, iniciamos nuestro periplo en el sentido de las agujas del reloj, es decir de sur a norte por el oeste. Lo del GPS se hace prácticamente imprescindible porque el itinerario no está claramente marcado ni mucho menos. Eso sí, tras probarlo puedo afirmar que, con algo de dominio de los patines (control de velocidad y frenada en bajadas de cierta pendiente, naturalidad ante suelos rugosos o no lisos repentinos y  facilidad de reacción ante cruces, bordillos y semáforos), el trayecto es enteramente factible para ser patinado. Los primeros kilómetros son muy agradables, pues transcurren por la Casa de Campo, una ribera y una pasarela de gran belleza. Y más en ese momento otoñal de muda de los colores vegetales. Después llega un paso elevado bastante impactante sobre la autopista y acaba uno sumido en un tramo de innumerables cruces en plena ciudad. Varios kilómetros hacia el norte, se suceden muchas ascensiones consecutivas. Es la parte más dura del itinerario, requiere buena forma física para no claudicar. La ciudad se desvanece poco a poco y llega una larga serie de nuevos barrios de reciente acuño, difíciles de distinguir porque todos se parecen mucho entre sí. Son zonas de vivienda residencial de cierto nivel, pero algo anodinas por carecer de atributos distintivos. Hay un tramo (no sé si por Mirasierra, San Chinarro o La Moraleja) algo desesperante porque, aunque el carril-bici es bueno para patinar y se suceden constantes tramos rectos y sin mucha pendiente en los que se podría mantener una buena media, el caprichoso y desconsiderado diseño urbanístico nos obliga contantemente a tener que cruzar de lado de la calzada, con las consiguientes paradas y esperas en muchos semáforos. Todo ello para alternar nuestro paso entre la derecha, la izquierda o bulevares centrales. Queda claro y manifiesto que la prisa, eficiencia o utilidad ciclista o patinadora quedó totalmente en segundo plano para sus artífices. Pese a todo, casi todos los tramos presentan buenos firmes o aceptables y una anchura más que generosa para poder patinar sin problemas compartiendo la vía con peatones, corredores o ciclistas. En algunos puntos nos equivocamos y tuvimos que volver hacia atrás, atentos al GPS y a las posibles señales de continuidad. El anillo viene señalizado por unos altos postes naranjas con cuenta kilométrica, pero tal señalización resulta insuficiente para alguien que no conozca cada zona, y sería imprescindible una mejor, más nítida y completa señalización horizontal. Pese a todo, pudimos rectificar siempre y, al tomar dirección sur, nuestro deambular se agilizó gracias a la sucesión de descensos y llanos. De todas formas, las innumerables paradas y arrancadas, unidas al hecho de que no me hubiera vuelto a calzar los patines desde la P2P de casi dos meses atrás, hicieron que me fuera agotando poco a poco y a la altura de “las tres” (desde una imaginaria referencia en formato de reloj), estuviera ya francamente cansado. La fatiga no era “central” (cardiaca o respiratoria), sino más bien parcialmente muscular (esa demanda de actividad de las piernas que solamente se hace evidente patinando) y sobre todo de dolor de pies y tobillos tras varias horas con ese calzado.


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Casi al principio de nuestro recorrido, posando junto a uno de los postes identificativos. (Foto: Manu).


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Por uno de los tramos más bonitos, saliendo de la Casa de Campo. (Foto: Manu).

Hay varias opciones de Anillo: una extra-larga de 74 km, otra de 64 y una versión de 52. La de 64 es la que oficialmente recibe la denominación del Anillo Verde y es la que nosotros acometimos. Lo que ocurre es que cualquier previsión de tiempo queda completamente anulada porque la densidad de cruces y paradas obligadas es exagerada, lo cual hace que uno deba detenerse completamente en demasiadas ocasiones, esperar mucho y tener que volver a arrancar y coger inercia, y esto, en patines, penaliza mucho la media y además acaba anticipando el cansancio. En un momento dado dimos con una terraza junto al propio trazado y pudimos descansar tomando una coca-cola. Después continuamos nuestro camino hacia el sur. Por un tramo de ribera del Manzanares encontramos un parque muy agradable, el cual hay que abandonar a tiempo para enlazar con otro ya en dirección oeste. Al final recorrimos casi todo ese sector sur pero la hora se nos echó encima, lo cual, unido a mi fatiga, me hizo desistir en un momento en el que dimos con una parada de Metro pegada al carril. Allí, por fin, pude librarme de los patines y despedirme de mi amigo. En concreto fue en la boca de San Francisco (línea 11), punto kilométrico 33 del Anillo, distante exactamente 10 km de nuestro punto de partida (km 43). En definitiva, que recorrimos 54 de los 64 km del Anillo, lo cual no estuvo nada mal y, dadas las circunstancias, para mí fue más que suficiente y colmó sobradamente mis intenciones iniciales. En realidad patiné 57,5 km pero los 3,5 restantes se perdieron en las confusiones y rectificaciones. Inicialmente el plan había sido hacer el de 52 km, que utiliza todo el trazado de Madrid Río para cerrarlo por el sur, pero cómo empezamos en Lago, acabamos tirando para el oficial. Además, me alegro, porque el tramo del río, ya lo pedaleé el año anterior. Recorrer el anillo patinando en un día es perfectamente posible. Sin embargo creo que hay que hacerlo con cierto entrenamiento y, sobre todo, en un momento de suficiente adaptación de los pies al uso de los patines. Además, hay que planteárselo con suficiente tiempo por delante, porque lleva varias horas y así se pueden plantear paradas para descansar, tomar algún refrigerio e incluso disfrutar más de los panoramas. Sin la compañía de Manu hubiera recorrido bastante menos tramo. Básicamente porque me hubiera llevado mucho más tiempo, ya que al ir él en bicicleta, constantemente se adelantaba en muchos de los cruces, y me señalizaba vía libre cuando la había, lo cual evitaba que me tuviera que detener para mirar. Pasé una estupenda mañana con él, hice una buena sesión de deporte y de patinaje, disfruté de muchos tramos, algunos buenos descensos y el paso por trazados entretenidos. Además me llevé una visión prácticamente completa del Madrid exterior, ese que pugna día a día por crecer y expandirse. Un sector de nuevos edificios empresariales y de negocios nos envolvió de cierta aura futurista, y al paso por la Peineta recordé a transición histórica que está a punto de vivir el equipo más castizo de la ciudad. Sinceramente fue un acierto planificar esta actividad y haberla llevado a cabo. Eso sí, acabé bastante fatigado, cargado de piernas, dolido de pies y muy sudado, MMM.


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Otro momento en el Anillo Verde. (Foto: Manu).


El resto de mi estancia, como siempre me suele suceder, lo dedique, alevosamente, a la cultura, en este caso claramente centrada en la visita de dos exposiciones pictóricas que me interesaban especialmente. Tuve la buena idea de ser previsor y haber sacado las entradas anticipadas por internet, lo cual me evitó colas de espera y me permitió disfrutarlas sin apenas gente. La primera de ellas fue “Renoir: intimidad”, muestra temporal del Museo Thyssen-Bornemisza. Me encantan los impresionistas en general y Renoir (y otros) en particular. La muestra no me defraudó. Una buena recopilación de retratos, escenas cotidianas y visiones bastante personales del pintor. Además, al salir de la misma, encontré un libro que me pareció interesantísimo y que, tras haber leído ya un par de capítulos, considero todo un acierto haber adquirido.

La siguiente exposición visitada estaba cerca, Paseo del Prado arriba y continuación por Recoletos, para llegar a la Fundación Maprfre, en la que se reunía un buen puñado de obras del fugaz movimiento del Fauvismo. Auténtico derroche de color y buenas explicaciones. También la disfruté, y aunque me considero menos apasionado seguidor de dicha tendencia, gocé mucho con algunas obras francamente impactantes y movilizadoras de emociones.

Pero en lo que me gustaría detenerme más es en lo que sucedió entre una y otra actividad, y es que habiéndome excedido de previsión, había alejado temporalmente las citas a ambas exposiciones más de la cuenta. Así que con el tiempo sobrante, aproveché mi estancia en el Thyssen para recorrerlo en plan relajado, sin afán, paseando simplemente por el centro de sus galerías, acercándome exclusivamente en aquellas ocasiones en las que algún cuadro concreto me llamaba poderosamente la atención. Inevitablemente me aproximé a Hooper, Pissarro y bastantes más autores que me conmueven. Pero sobre todo, en esta ocasión, quizá por el talante extremadamente relajado del paseo, o porque es un mueso que ya he visitado en otras ocasiones o del que tengo buenos catálogos en casa, hubo unas cuantas obras que despertaron en mí varias evocaciones que tienen mucho que ver con la historia de esta serie de textos que aquí encadeno desde hace algunos años.

En cuestión de paisajes hubo un primer plano de bosque denso de aspecto leñoso (casi completamente cargado de madera y con ausencia de materia verde) que atrajo inevitable mi mirada. Resultó ser “El bosque”, de Natalia Goncharova (1913), casualmente una pintora a cuya obra ya recurrí para encabezar un pasado artículo sobre el ciclismo del bloque del Este. Quizás por contraste, o por simple personalidad visual, hubo otro paisaje singular, con evidencia imaginaria pero nitidez realista, que también atrajo mi atención. En esta ocasión consistía en una vista con larga perspectiva a base de piedras o estructuras rocosas muy pálidas, contrastando con el agua y con un cielo tenebroso. Yo sé lo que yo vi, aunque ignoro lo que el autor pretendió al crearlo, teniendo en cuenta su título: “Números imaginarios” (de Yves Tanguy, 1954).


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“El bosque”, de Natalia Goncharova. (Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza).


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“Números imaginarios”, de Yves Tanguy. (Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza).

Más allá de los paisajes y con las ganas de práctica de BTT que recientes asuntos y quedadas me han despertado, así como de esquí de travesía, gracias a un fuerte temporal invernal que por fin ha llegado, hubo un par de cuadros que me hicieron recordar mi casita rural de media montaña (mucho más rural, la casa y la aldea, de lo que lo es “mi” pueblo). Y no porque las cabañas retratadas se parezcan a la mía, sino por la atmósfera que de ellas se desprende, diferente en cada caso, pero evocadora en ambos, de un sinfín de emociones muy personales. Con colores fríos y nitidez invernal “La casa gris” de Marc Chagall (1917), con esa humareda intrigante que corta la luz apagada; y la “Cocina alpina” de Ernst Ludwing Kirchner (1918), con un colorido y cálido ambiente exterior que inunda la diminuta pero acogedora estancia.


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“La casa gris” de Marc Chagall. (Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza).


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“Cocina alpina” de Ernst Ludwing Kirchner. (Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza).

Lo curioso es, que, sin pretenderlo ni buscarlo, el paseo también me trajo sorpresas relacionadas (al menos por mí) con las modalidades deportivas sobre las que aquí suelo escribir. Un cuadro de Mondrian claramente parecido a los diseños de Look y dos dibujos muy peculiares de Wassily Kandinsky de pequeño formato. En “En el óvalo claro” (1925) aparece una especie de retícula cromática que inevitablemente me hizo recordar precisamente a Mondrian antes de que me topase con sus obras algunos metros más tarde. No pretendo establecer relación alguna entre ellos, salvo que ambos artistas murieron en 1944, no me he puesto a buscar posibles vinculaciones, simplemente en los dos casos, ambas retículas, despertaron en mí similares asociaciones de ideas. El otro dibujo del ruso, era más pequeño e igualmente difícil de interpretar (e ignoro si creado para ello). Pero en su esquina superior derecha hubo algo que me llamó la atención: figuras rodantes no identificables, cercanas a una especie de tendido eléctrico en sucesión, como si fuera pasando ante la vista, con un molino alejado como referencia de fondo. Prometo que no andaba yo buscando nada, no es algo que suela hacer con determinados estilos pictóricos, pero de ese entramado de trazos, esa imagen se desarrolló en mi mente al contemplarlo. Fuera intención o no del autor, el caso es que yo me veía viajando en bicicleta, pedaleando plácidamente, en régimen ocioso, por alguna llanura cualquiera del norte del continente europeo. El dibujo no tiene título y está fechado en 1922.

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“En el óvalo claro”, de Wassily Kandinsky. (Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza).


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Sin título, de Wassily Kandinsky. (Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza).


“La taladradora” de František Kupka (1927-1929), siempre me atrae. Me encanta su dinamismo, su atmósfera mecánica, metalúrgica y poderosa. Pienso hasta en las virutas de metal desprendido. Fue inevitable que recordase los inminentes machos, hembras y soportes del taller de Dani.

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“La taladradora” de František Kupka. (Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza).


Pero aquello fue un simple detalle comparado con las ganas de remar en piragua que me despertaron algunos lienzos. Para ello me decanto (mental e imaginariamente) por los ambientes fluviales de Renoir. Escenas cálidas y ociosas en las que lo paisajístico casi simplemente se intuye, como consecuencia de la invasión de la luz y el protagonismo humano que sugiere que allí se rema. Es como si de estar allí, uno pudiera disfrutar del paleo, el paisaje (imaginado), la luz, magnífica compañía, solaz, refrigerio y un sinfín de placeres asociados a todo ello. Dos obras evocaban todo esto, aunque ambas las vi en la exposición específica previa, ya que en el paseo por la colección permanente, los canales venecianos de los hermanos Guardi o de Canaletto, quizás demasiado elegantes y transitados, no invitaban tanto a introducirse por allí en plan deportivo. Hubiera resultado demasiado anacrónico. Aunque tengo que decir que el curso de agua de “La fachada sur del castillo de Warwick” (Canaletto, 1748), sí que me sugería un paleo más tranquilo. Quizás con un kayak de fina marquetería y envuelto en ropajes atemporales, hubiera pasado suficientemente desapercibido entre las ociosas figuras presentes en la escena.


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“La fachada sur del castillo de Warwick”, de Canaletto. (Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza).


Pero puestos a toparse con actividad deportiva, de lo que está bien nutrida la colección Thyssen es de patinadores (sobre hielo, evidentemente). Algunos americanos pero la mayoría retratados en los Países Bajos, y muchos desde hace siglos. No quiero ser exhaustivo ni cargante con el tema, pero me encantó presenciar escenas dotadas de dinamismo social girando en torno a ríos o canales helados sobre los que el patinaje cobraba gran protagonismo. “Escena de invierno con patinadores y trineos ante una ciudad” de Salomon Jacobsz van Ruysdael (1660-1670); “Escena de invierno con patinadores en un río helado” de Aert van der Neer (1650-1655); y “Paisaje invernal con figuras en el hielo” de Jan Josephsz van Goyen (1643), son excelentes muestras de ello y reconozco que me entretuvieron bastante rato. Pero voy a finalizar este caprichoso recuento con un cuadro que me impactó muchísimo. Se trataba de una vista panorámica, aparentemente anodina, pero que gracias a su magistral encuadre y al manejo del color, el detalle y la textura, representaba una espectacular vista del paisaje atemporal holandés. Lo vi de refilón, pero algo encontré en él que me hizo girar la cabeza, detenerme y acercarme. Y más tarde, recrearme en los detalles y en el conjunto. Era Holanda, sin duda. Daba igual cuando hubiera sido pintado, aquello era Holanda. Ese país por el que este mismo año yo mismo había patinado, captando con mis retinas visiones de horizontes tan parecidos al que el propio autor allí reflejaba. ¿Parecidos? ¿una simple llanura infinita?. Pues sí, similares, o al menos así me lo sugería la pintura. Inevitablemente tomé nota del artista: Jacob Isaacksz van Ruisdael (1647); y del título de la obra: “Vista de Naarden”. Una localidad a la que nos acercamos mucho en sendos trayectos que esta primavera nos dirigieron patinando hacia el este de nuestro Noorden. Ambos lugares, además de compartir un nombre de gran similitud gráfica, distan tan sólo a 26 km en línea recta. Me parece impresionante que casi cuatro siglos después, la elocuencia de un paisaje pintado me pudiera despertar tales recuerdos paisajísticos. Y más teniendo en cuenta que el holandés es un territorio completamente diferente a los que suelo frecuentar. ¿Casualidad? Seré un romántico, pero no lo creo, porque otra cosa no sé, pero pintura flamenca llevo mucha admirada en esta vida.


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Escena de invierno con patinadores y trineos ante una ciudad” de Salomon Jacobsz van Ruysdael. (Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza).


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“Escena de invierno con patinadores en un río helado” de Aert van der Neer. (Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza).


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Paisaje invernal con figuras en el hielo” de Jan Josephsz van Goyen. (Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza).


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 “Vista de Naarden”, de Jacob Isaacksz van Ruisdael. (Imagen: Museo Thyssen-Bornemisza).

De regreso a mi refugio vital finalicé el periodo de vacaciones en familia, sin salir del pueblo, recreándome en los placeres del hogar ante el azote del primer gran frente invernal de la temporada. Me incliné sobre el teclado, saboreé algún malta, paseé a los perros y disfruté del cariño familiar. También regresé a la lectura, a la planificación de futuras actividades y la vida cotidiana (aún en fin de semana). Todo ello mucho más tranquilo, aunque no exento de su profundidad. Me vino bien para ordenar ideas, asentar sensaciones y macerar tanta acumulación de estímulos. Por alguna extraña razón me sorprendió el despertarme francamente tarde los dos días siguientes de mi regreso. Quizá estaba cansado. Tal vez necesitaba recuperarme. Quién sabe si… Madrid me mata.