viernes, 30 de enero de 2015

5. CUENTOS DE BICICLETAS

"Gustav Mahler dirigiendo la Filarmónica de Viena" Max Oppenheimer.
(Belvedere Alto, Viena)
La literatura deportiva no acaba de ser considerada como un género dentro de la novela. Anda muy lejos de los comúnmente admitidos por lectores, editores o críticos. La novela negra, la histórica, erótica, costumbrista, romántica, la ciencia-ficción, etc. todas ellas y algunas más, son temáticas y asuntos que ostentan el privilegio de ser reconocidos por todos como géneros literarios. Pero por alguna extraña circunstancia indescifrable, resulta que la novela o el relato escrito en general y el deporte, no acaban de integrarse del todo. Esta situación me resulta sorprendente, precisamente porque la literatura, a lo largo de toda la historia de la humanidad, se ha nutrido de gestas, dramas, intrigas, hazañas y demás logros o conductas comúnmente populares o de interés para la sociedad de cada época. Pero aquí nos encontramos, con el deporte como una de las principales formas de entretenimiento, discusión, polémica y épica sociales, pero con escaso eco en el mundo literario. Tampoco es algo que me quite el sueño. Del deporte me gusta, sobre todo, practicarlo. Mientras que de la literatura disfruto como parte de mi ocio, y agradezco el poder variar de temática, estilo y ubicación temporal o geográfica, muy a menudo. Así que no seré yo quien proteste por el estado de las cosas ni enarbole una simbólica bandera de activismo para cambiarlas. En literatura deportiva, tanto novela como ensayo, hay algo, aunque proporcionalmente muy poco, comparado con otros asuntos o temáticas humanas. Y dentro de ese poco lo hay excelente, bueno, normal o francamente malo, todo ello discutible según los gustos y preferencias de cada cual. No voy a entrar aquí en debates sobre el asunto, ni tampoco a elaborar un inventario o listado de recomendaciones. Pero dentro de la literatura deportiva, la verdad es que el ciclismo puede considerarse como una de las modalidades más, y en ocasiones mejor, tratadas. Tampoco me lanzaré ahora a la labor de promoción, para eso tenemos a varios profesionales dedicados en cuerpo y alma al asunto, sobre algunos de los cuales ya he dado referencias en anteriores ocasiones (sin ir más lejos tenéis a Manu, de La Biciteca[1], quién está muy al día de todo lo que se publica al respecto). Hoy lo que quiero presentar es un modesto repaso de unos pocos cuentos o historias parciales que, teniendo a la bicicleta como importante elemento protagonista del relato, pueden pasar desapercibidos o permanecer ocultos en el vasto mundo literario, precisamente por encontrarse “camuflados” dentro de alguna obra más general. Así pues ninguno de ellos proviene de las escasas recopilaciones que hay de cuentos de ciclismo o bicicletas. No, con estos me he topado disfrutando de lecturas aparentemente ajenas al mundo del pedal.

Y vamos a empezar por un autor eminente, un escritor del pasado reciente del que numerosos autores contemporáneos se confiesan devotos admiradores. Me refiero a Sir Arthur Conan Doyle, a quién traigo hoy aquí a través de su archi-popular personaje Sherlock Holmes.
“[…] Con expresión resignada y cierta sonrisa de fastidio, Holmes rogó a la bella intrusa que tomara asiento y nos informara de aquello que tanto la preocupaba.
- Al menos sabemos que no se trata de salud – dijo, clavando en ella sus penetrantes ojos - . Una ciclista tan entusiasta debe estar rebosante de energía.
La joven, sorprendida, se miró los pies, y yo pude observar la ligera rozadura producida en un lado de la suela por la fricción con el borde del pedal.
- Sí, señor Holmes, monto mucho en bicicleta, y eso tiene algo que ver con esta visita que le hago”.[2]

Este extracto de una aventura breve del famoso detective y su inseparable colaborador Watson, corresponde a una investigación sobre un asunto ciclista y campestre. La joven que acude solicitando ayuda, lo hace motivada por el temor que sufre cuando se siente perseguida por un ciclista desconocido, al recorrer un tramo de carretera solitaria que la lleva desde la mansión en la que trabaja hasta la estación de ferrocarril del pueblo más cercano. La narración es ligera y agradable, y representa una de esas ocasiones en las que el despierto investigador dedica sus cualidades a esclarecer algún asunto más cotidiano, sin asesinatos de por medio. Es más, me atrevo a señalar que demasiado cotidiano, e incluso lamentablemente actual. Algunas mujeres de las que he conocido a lo largo de mi vida, en especial jóvenes (alumnas precisamente), aunque no sólo ellas, limitan la utilización placentera o cotidiana de la bicicleta a situaciones concretas en las que puedan sentirse acompañadas, ya sea por parte de alguna otra persona conocida en bici con ellas, o pedaleando solas por vías con suficiente presencia peatonal. La razón no es otra que cierto temor a sentirse agredidas física, verbal o presencialmente. Soy de esas personas a quienes la mayor parte de las propuestas que, especialmente hace unos años, se intentaron imponer con la intención de reformar nuestro lenguaje para hacerlo “no sexista” (además de redundante, absurdo, torpe y deslavado de significado), les parecen absurdas. Opino que como en tantos otros temas, ante el problema de la igualdad, nos quedamos en esfuerzos decorativos de poco calado y así lavamos la conciencia, limitándonos a provocar cambios (exclusivamente) en la frágil capa de lo “políticamente correcto” (en un país en el que la política es de todo menos correcta y adecuada). Que una mujer actualmente aún se tenga que plantear si se atreve o no a salir sola para desplazarse en bicicleta (entrenar, viajar…) por determinadas vías públicas es un clamoroso defecto social en materia de igualdad. Que cualquier político (hombre, mujer, de izquierdas, de derechas o ambidiestro) me sugiera que para solucionar ese tipo de problemas lo que tengo que hacer es referirme a políticos y políticas, lectores y lectoras o ciclistas y ciclistas, es un soberano rodeo demagógico.

 Arthur Conan Doyle
Conviene recordar que nuestro primer autor de hoy, vivió entre 1859 y 1930. Un momento histórico en el que la bicicleta se convirtió en un utensilio cívico y social de primer orden, al que desde muy temprano accedieron por igual hombres y mujeres, y que tal y como señalaba Susan B. Anthony (feminista líder del movimiento estadunidense de los derechos civiles; 1820-1906): “El uso de la bicicleta ha hecho más por la emancipación de la mujer que cualquier otra cosa en el mundo”. AC Doyle no se muestra, en este entretenido relato breve, ajeno a las cuestiones cotidianas de su tiempo, ni a la preocupación por una posible limitación no formal de la libertad de movimientos de las mujeres, ni a la presencia de las bicicletas como un recurso de movilidad, disfrute personal y promoción de la salud de las personas. No voy a destripar nada de la trama o el desenlace del caso. Lo dicho podría casi considerarse como planteamiento inicial.

Carlos Prieto con su "Piatti".
Nuestro segundo protagonista no es una persona sino un objeto. Un violonchelo concretamente. Pero no es un instrumento musical cualquiera, sino uno muy antiguo, fabricado nada más y nada menos que por Stradivarius en 1720, a la edad de 76 años. Esta joya musical perdura hasta nuestros días, y ha sobrevivido funcionando. Prestando infatigable servicio a numerosos intérpretes ilustres y sobreviviendo además a muchas aventuras que Carlos Prieto nos narra en un delicioso ensayo. El cual, en algunos de sus pasajes, parece más una novela. El mencionado violonchelo tiene nombre propio: “El Piatti”, pues fue el instrumento favorito del prodigioso violonchelista durante muchos años de conciertos y hasta la muerte del músico en 1901. Y precisamente es, en ese momento, cuando empieza nuestro “cuento ciclista”, cuando el instrumento pasa a ser propiedad de la familia Mendelssohn en Alemania. Y tras unas décadas de bienestar y placentero ejercicio musical, integrado dentro de lo más selecto de la alta sociedad cultural alemana, tiene que ser evacuado a escondidas, amenazado por el posterior régimen nazi. Finalmente la novelesca huida se produce… y aquí está el quid de la cuestión: ¡en bicicleta! No es un relato de intriga el que el autor nos narra en su libro[3], da igual saber de antemano que el instrumento consuma su huida, merece la pena leer sus avatares. Y quizá más de uno se motive y acabe rindiéndose a la “biografía” completa del “Piatti”. La aventura a la que hago referencia aquí comienza sobre el año 1900. Durante el primer año de redacción de este blog (o el primer libro completo del mismo), como celebraba el cincuenta aniversario del año 1963, también hice bastante referencia al año 1913. Aquella fue una época de gran dinamismo artístico, de pensamiento e innovación en Europa, y la bicicleta fue un ingrediente de primera fila en aquella sociedad “moderna y modernista”. Este “cuento” se ubica entonces, así como en los terribles y oscuros años que se fueron sucediendo con posterioridad.

Varias décadas después, en 1972, Heinrich Böll[4] fue Premio Nobel de Literatura. Aún siendo alemán, escribió un entretenido libro de anécdotas irlandesas, fruto de su experiencia personal durante un viaje que realizó por la verde isla entre 1954 y 1957. Dentro del texto se encuentra un capítulo que por su temática (la cerveza y la bicicleta) bien podría haber tenido acomodo en uno de mis escritos más recientes.

“Cuando a Seamus (pronúnciese shemes) le apetece un trago, tiene que plantearse si la sed llega en el momento adecuado: mientras haya forasteros en el lugar (y no los hay en todos los lugares), puede dar hasta cierto punto rienda suelta a su sed, ya que los forasteros pueden beber siempre que estén sedientos, y entonces el nativo puede mezclarse tranquilamente con ellos en la barra, tanto más cuanto que él mismo es un elemento folklórico que contribuye a fomentar el turismo”.
Heinrich Böll

Así da comienzo un relato que podrá hacer sonreír placenteramente a los lectores más discretos y llorar de risa a aquellos más dados a “visualizar” las escenas que leen. Con una narrativa sencilla e irónica, el autor nos describe una divertidísima y rocambolesca situación en la que borrachines de la Irlanda rural, recurren a sus bicicletas para solventar las dificultades de poder disfrutar de su vicio preferido.

“[…] también él ha estado pensando y ha terminado por sacar la bicicleta del cobertizo, la ha empujado cuesta arriba, ha maldecido, ha sudado, y ahora se encuentra con Seamus: su diálogo es parco en palabras pero blasfemo; tras ello, Seamus sale disparado cuesta abajo, rumbo a la taberna de Dermot, y Dermot rumbo a la de Seamus, y ambos van a hacer algo que no tenían ninguna intención de hacer: van a coger una buena borrachera, pues por un solo vaso de cerveza o por un whiskey no vale la pena recorrer tanto camino”.

La presencia de las bicicletas en este relato es menos anecdótica de lo que en principio pudiera parecer. En los años cincuenta, en cualquier país europeo relativamente pobre (y en algunos más desarrollados también), la bicicleta se erigía como un medio de transporte muy habitual, y en muchos casos, junto con el mero caminar, en la única opción de transporte privado accesible para la mayor parte de la población. En este caso, aún a pesar de la brevedad de la historia y del tono humorístico de la misma, la anécdota nos pone en bandeja dos claves muy interesantes, perfectamente aplicables a la ciudadanía contemporánea: la utilidad de la bicicleta como medio de movilidad independiente y económico; y los absurdos efectos en los que puede desembocar la proliferación de tanta normativa caprichosa y arbitraria.

Precisamente en “El viaje a la Alcarria”, de Camilo José Cela[5] (creo que finalizada en 1948) una bicicleta aparece al servicio del joven viajante Martín, al que la máquina permite ampliar el radio de acción de sus conquistas: comerciales y amorosas. No aporto esta referencia como un cuento o relato corto añadido más, porque no lo es. Tanto los encuentros del mencionado viajante con el escritor, las referencias a sus trayectos a pedales y sus amoríos, como una animada tertulia en la tienda de alquiler de bicicletas de “Piñon Libre”, a costa de la Vuelta a España y la competencia de afamados corredores del momento como Carretero y Delio, son estampas costumbristas que se encuentran repartidas por la novela y no conforman un capítulo o relato corto extraíble. Así que aunque no me he resistido a su mención y recomiendo su lectura (mejor si se produce en los descansos de un deambular, caminando, por aquellas tierras, y entre los refrigerios tradicionales que a uno le sean necesarios), es momento de dar paso a nuestro último cuento.

En el año 1900 Max Hirschberg viajó en bicicleta desde Dawson hasta Nome (Alaska), durante los meses de marzo, abril y gran parte de mayo, como consecuencia de la “estampida” que la fiebre del oro del norte provocó en aquella población de aventureros. En aquel viaje real, que el propio protagonista resumiría brevemente por escrito, para sus descendientes, en los años 50, se basó James A. Michener para aderezar una de las aventuras que ilustran su extensa novela “Alaska”. Me declaro un apasionado de la obra escrita de Michener. La cual me atrevo a calificar como de “Geografía e Historia novelada”. A través de muchos de sus libros el autor nos hace viajar por parajes fascinantes, y convivir con las sucesivas generaciones de pobladores que, a lo largo de la historia, han ido dando forma al estado actual de las cosas, en el territorio explorado narrativamente por el escritor.


“La New Mail Special se desempeñó aún mejor de lo que sus constructores de Boston habían predicho: al promediar el viaje, Matt aún no había tenido problemas con las llantas, y aunque se congelaban por completo a temperaturas inferiores a cuarenta grados bajo cero, en ese tempo sólo se le aflojó un radio”.[6]

En la aventura ciclista descrita en la novela, Matt el protagonista, ahorra lo suficiente para adquirir la bicicleta y viaja por el lecho helado del Yukón soportando temperaturas extremas. El viajero real llegó a sufrir una peligrosísima caída al agua, y ambos (el verdadero y el ficticio) padecieron repetidas cegueras de nieve, provocadas por la ausencia o ineficacia de la protección ocular en aquella época. Durante parte del viaje, Matt se ve obligado a desarmar su máquina, para cargarla a su espalda y así poder superar una barrera de cumbres, antes de descender al lecho helado de otro río que ya lo llevaría hasta Nome. Sin duda se trata de un verdadero relato de aventura extrema, que por nuestra parte podemos considerar como pionero en lo que se refiere al concepto de “viaje en bicicleta”, dadas la época y latitud en los que la travesía tuvo lugar.

Si volvemos al comienzo de esta entrada, al convencimiento de que el ciclismo o la bicicleta no pueden llegar a ser considerados como un subgénero literario, tal afirmación no es algo que nos tenga que preocupar o molestar a los amantes de las dos ruedas. La verdad es que, desde que la bicicleta apareció, para quedarse cerca de las personas, éstas acaban, en numerosas ocasiones, inspirándose en nuestra estimada máquina para contar sus anécdotas, batallitas o las producciones de su imaginación. Y así, con naturalidad, y sin forzados intentos para obtener presencia, por aquí y por allá, van apareciendo bicicletas ligadas a momentos “estelares” de sus usuarios, y no debería extrañarnos porque, quien más, quien menos, asiduos al pedaleo o desertores del mismo, casi todos podríamos elegir alguna que otra vivencia cómica, transcendental, urbana, sentimental… o de cualquier otra índole, con la que poder componer un relato que mereciera la pena ser contado.





[1] http://www.labiciteca.com
[2] A. C. Doyle: “La aventura de la ciclista solitaria”. En: AC Doyle: “Todo Sherlock Holmes”. 5ª Edición. Cátedra. Madrid, 2007.
[3] C. Prieto: “Las aventuras de un violonchelo. Historias y memorias”. 2ª Edición. Fondo de Cultura Económica. México DF, 1998. El relato referido ocupa las páginas 89 a 94.
[4] H. Böll: “Diario Irlandés”. Círculo de Lectores. Barcelona, 1998. Pág: 85 a 89.
[5] C.J. Cela: “Viaje a la Alcarria”. Austral. 21ª edición. Madrid, 1990.
[6] J.A. Michener: “Alaska”. Emece. Barcelona, 1994. Páginas: 568 a 571.

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