viernes, 23 de enero de 2015

4. MI HISTORIA SOBRE PATINES

"El reverendo Robert Walker patinando en el lago 
Duddingston". Sir Henry Raeburn (Galería Nacional
de Escocia). [1]


Mi relación con los patines ya empieza a ser duradera. Sin embargo, ni mucho menos comparable a la que he tenido con la bicicleta a lo largo de mi vida, o menos aún con los esquís. Pero los años van pasando, mejor dicho las décadas, y haciendo memoria me doy cuenta de que es posible considerar que los patines y yo hemos disfrutado de unas cuantas experiencias juntos. A patinar aprendí ya de adulto. A los 25 años exactamente. Antes no me había calzado unos patines en mi vida. Quizás algunos de esos metálicos y de correas que había antes, pero no lo recuerdo, y en cualquier caso habría sido dentro de casa y apenas unos minutos para hacer rabiar a mi hermana o algo por el estilo. De hecho no recuerdo que los patines fuera algo muy presente en mi casa, pues a ninguna de mis dos hermanas les dio por patinar. ¿Y nosotros los chicos? ¡pues menos aún! Por aquella época, al menos en mi entorno, patinar era cosa de niñas, los chavales iban en “sancheski” (monopatín). Precisamente, durante la adolescencia, sí que me dio por el monopatín, “Skate” que decíamos entonces, y además bien fuerte. Con algunos amigos empezamos a aprovechar la aparición de los escasos ejemplares de importación, recambios que nos traían aquellos conocidos que tenían el privilegio de estudiar idiomas en las islas británicas durante el verano, o incluso la incipiente evolución técnica de los fabricantes nacionales, y comprobar cómo con mejor material se nos abría todo un mundo nuevo de deslizamiento y fuertes emociones. También llegaron algunas revistas californianas, y aunque con cuentagotas, de forma analógica y en diferido, pudimos ser testigos participantes (en la distancia) del gran boom del “skateboarding”[2]. Entonces no disponíamos de rampas ni parques especializados. Recogíamos tablones y planchas por la calle y nos montábamos nuestros espacios, obstáculos y escenarios en los que practicábamos trucos y tratábamos de emular a nuestros ídolos californianos, basándonos en las estáticas fotografías de las revistas, ante la ausencia del video y la raquítica oferta televisiva. Pero disfrutábamos de la calle, de los aparcamientos e incluso de algunas carreteras que por aquella época apenas soportaban tráfico. Nuestra filosofía de práctica se basaba en algunos trucos en llano, saltos variados con o sin obstáculos, callejeo en general y eventuales descensos suaves. Pero nos lo pasábamos genial. Y agudizábamos el ingenio, porque aparte de hacernos autosuficientes en las sencillas labores de mecánica, mantenimiento y reparación, personalmente me dediqué incluso al diseño y fabricación de tablas de madera contrachapeada, que conseguía vender a mis compañeros de colegio. Hoy en día conservo algo de aquel material, alguna tabla suelta uno de mis monopatines nacionales y, especialmente, uno fantástico (aunque ya muy castigado) que compré de segunda mano a uno de mis mejores amigos de entonces.

Pero poco antes de empezar mis estudios universitarios, mi práctica fue remitiendo, y cuando me trasladé a Madrid ya no pensaba en ello, aunque me sentía más que agradecido por los servicios lúdicos (y de secreción de adrenalina) prestados. Durante la universidad, nada de nada, pero la casualidad quiso que al acabar la carrera, regresando a Santander, me ofrecieran como empleo complementario, hacerme cargo del entrenamiento de un equipo absoluto de hockey sobre patines. ¡A mí, que no sabía patinar! Tuve la osadía y el apoyo responsable suficientes para aceptar y aquello me supuso un buen sobresueldo para la época, una experiencia fantástica durante dos o tres temporadas y la oportunidad de conocer a muchas personas nuevas, algunas de las cuales, en la actualidad son excelentes amigos. Pero es que además, aprendí a patinar. Mientras dirigía las riendas del equipo desde mis zapatillas de deporte, prescribiendo la preparación física, dirigiendo la táctica y estudiando la técnica, me centré a tope en la consulta de mucho material documental sobre el hockey, pues mi conciencia profesional siempre ha sido muy exigente en el aspecto de la fundamentación y el estudio. El caso es que en pocos meses ya me había visto decenas de videos y leído innumerables textos técnicos sobre la materia, ya fuera en formato de libros o de revistas. Parte de ello en portugués, lógicamente. Una vez culminada la tarea, me propuse aprender a patinar para poder irme integrando de forma cada vez más activa y participante en los entrenamientos de mis pupilos. Así que el club me prestó unos patines de hockey (robustos y “blindados”), las consabidas protecciones para el juego y unos sticks, y me puse a la tarea por mi cuenta y en privado hasta que conseguí dominar los rudimentos más básicos. La verdad es que la progresión de aprendizaje en cuanto al patinaje fue de lo más motivadora porque la evolución me resultó muy rápida. Gracias a llevar toda la vida esquiando, pronto puede empezar a disfrutar de los patines, a realizar los primeros slaloms, saltar un poco y hasta derrapar. Lo de jugar a hockey ya era otro cantar… Y encontré que aquello me hacía disfrutar muchísimo, y decidí a plantarme un fin de semana en Madrid, visitar el Patín de Oro y comprarme unos patines tradicionales de calle: unas estilosas botas clásicas de cuero negro y caña baja, unos chasis metálicos de gran movilidad, un juego de ruedas blandas específicas y rodamientos de alta calidad. ¡Una pasada! Lo mejor para la época y montado por piezas. Recuerdo que precisamente en aquella época, últimos años 80, uno de nuestros jugadores volvió de una estancia en los EEUU con unos de los primeros patines en línea que acababan de salir al mercado. Los estuve probando unas semanas, y tras las caídas iniciales, consecuencia lógica del radical cambio conceptual de la maniobra de frenado, llegué a disfrutar mucho de ellos, pero no tanto como para reemplazar la versatilidad y dominio que me aportaban los tradicionales.
"Reliquias rodadas": mi monopatín Z-Flex (el último que disfruté)
y un par de sticks de mi época de entrenador de hockey sobre
patines. Todo ello esperando un proceso de restauración que se
está haciendo esperar mucho.
 
 Tonino en un entrenamiento a finales de los 80.

 Una foto de equipo de entonces (de izquierda a derecha y
empezando por arriba): Juan S, Fermín. Pablo N, Toño R, Jaime R,
yo, Rafa V, Alberto M, Tonino, Gusano, Chote y Chino.


Dejado ya el equipo, con otras perspectivas laborales y centrado a tope en mi función de docente, pasaron unos cuantos años durante los cuales, siempre encontré la manera de introducir la práctica del patinaje lúdico o deportivo en mis programaciones didácticas. Mi alumnado patinaba en clase durante algunos periodos del curso y pronto integramos la práctica del “floorball” sobre patines (un hockey adaptado con material de plástico, económico y bolas no lesivas), como uno de los contenidos estrella de los sucesivos años escolares. ¡Menudas pachangas que hemos echado! Confieso haber sido un verdadero “chupón” (muy poco pedagógico por mi parte), pero siempre de buen talante y organizando todo tratando de que el alumnado disfrutara lo máximo posible. Además, es en la única actividad en la que sucumbía a un vicio tan individualista.

 Mis fantásticos "quads" (patines tradicionales).

Paralelamente en el tiempo, los patines en línea se fueron imponiendo en todos los órdenes del patinaje de ocio, y llegaron las versiones de “fitness” (o largo recorrido). Mi hermano Guti se especializó mucho en el tema porque coincidió que trabajaba en un comercio en el que el material de patinaje en línea suponía un campo de ventas importante. Fueron unos años en los que el patinaje se puso muy de moda (siempre ha ido experimentando ciertas oleadas desde hace muchas décadas), y ante ese ambiente volví a practicar bastante y adquirí mis primeros patines en línea. Unos Rollerblade de gama alta, con ruedas de al menos 80 mm de diámetro y rodamientos francamente rápidos para la época (AVEC 5). Aquello era otra cosa, y se volvía a parece mucho a esquiar por el asfalto. Desde entonces se han sucedido bastantes años con una práctica desorganizada y errática por mi parte. Con periodos de abandono total y secuencias de ilusionado regreso, aunque con la consiguiente recaída en la torpeza por la falta de continuidad. De toda aquella “anteúltima época” (como me atrevería a denominarla), recuerdo cuatro actividades como las más significativas:

  • Un viaje a las Landas del que ya he hablado en alguna ocasión, y en el que dentro de un apretado programa de actividades, conseguimos meter un par de excursiones largas patinando.
  • Una estancia en París (también ya comentada) en la que pude sentirme feliz al recorrer media ciudad sobre mis patines, aprovechando que algunas grandes avenidas permanecían cerradas al tráfico.
  • Una excursión escolar en la que me llevé a un grupo de alumnos de 1º de la ESO por un recorrido de más de 20 km patinando.
  • Y el entretenimiento de trabajar en el diseño de un atractivo plan de viaje de estudios nómada en el que pretendía recorrer una buena kilometrada de carriles-bici por la Landas con mi alumnado, pero que finalmente, un radical (e interesante) cambio de destino laboral, ha aplazado o quizás, anulado para siempre.

Algunos alumnos de excursión patinando por el valle de Campoo.

Precisamente ese proyecto de viaje (y ya también cierto desgaste de mi primer material “en línea”), motivó que me decidiera a comprarme mi segundo par de patines en línea (el actual, que es el tercer par en total, si contamos los de calle tradicionales que aún conservo con mimo y guardaré como reliquia deportiva). Sin saber muy bien comprar, resulta que acerté al seguir fiel a la marca, al optar por rodamientos de muy alta calidad y, sobre todo, por ruedas de 90 mm de diámetro. Ahora, creo que cinco años después, tras toda la experiencia de la temporada pasada, sé que el tamaño de ruedas ideal para mí, y para el uso de larga distancia que hago de los patines, es de 90 o de 100. Ni menos, ni más. Así que estoy satisfecho con el material y salvo las correspondientes sustituciones por desgaste (ruedas, rodamientos o tacos de freno), no tengo más gastos de material. Y el desgaste, ya se sabe, si hay más, es porque patino más, lo cual es siempre una excelente noticia, que para eso los tengo.

Entre aquello, y mi actual dedicación más seria y continuada al entrenamiento y práctica del patinaje en línea, se dio la histórica asistencia a las 24 horas de Le Mans en relevos. La vivencia ya la expliqué en su día, fue una experiencia muy singular y digna de recordar, pero dentro de esta historia personal, fue como una anécdota aislada, aunque lógicamente provocó que un tiempo antes del evento se sucediera algo de práctica más asidua.

En la actualidad ya saben los lectores que compagino la práctica y entrenamiento (siempre aeróbico y largo) del patinaje, con mis otras disciplinas favoritas. Disfruto de ello, y domino más. De hecho, estos últimos años he dejado de ser un “esquiador sobre patines” (salvo en algunos descensos), para convertirme en un patinador de verdad. Es decir que ahora patino de forma más económica, fina, aerodinámica y con las manos agarradas atrás en las rectas llanas o ascensos suaves. El aumento de la autonomía y los recursos de seguridad han venido de la mano del kilometraje practicado. El ejercicio me gusta mucho, y la temporada pasada pude dar cuenta de varios eventos y de un largo viaje nómada, que hubieran sido impensables para mí hace apenas un par de años.

Pero lagunas siempre quedan. Creo que no hay patinador que se precie que no añore o suspire por poder disfrutar alguna vez en su vida de un gran evento, viaje o experiencia de larga duración patinando sobre hielo. Evidentemente es algo anecdótico para quienes vivimos en un país mediterráneo, pero la “vocación” está ahí, dentro del pequeño patinador que cada uno de nosotros lleva dentro. Me puedo imaginar lo fascinante que sería deslizarse durante unas horas por un lago, río, canal o bahía helados. Mis amigos finlandeses así me lo han reconocido, incluso me lo han mostrado en sus videos personales. La sensación de deslizamiento y suavidad la conozco un poco por haber patinado en diversas pistas de hielo, algunas en buen estado, otras no tanto y siempre con patines de alquiler (de batalla), y casi siempre ha sido algo especial, mucho más pleno en sensaciones corporales que sobre ruedas. Con que disfrutarlo además en un entorno natural, sin estar rodeado de gente dando vueltas en el mismo sentido… supongo que sería la pera limonera. Nunca se sabe, quizá alguna vez. Entretanto no lo pienso, disfruto de lo que tengo: hacerlo sobre ruedas. Y a fe que disfruto mucho. ¡Cada vez más!



[1] “La historia cuenta que el reverendo creció en Holanda, donde aprendió a patinar sobre hielo. Al volver a Escocia, participó en la fundación del primer club de patinaje artístico del mundo: la Sociedad de Patinadores de Edimburgo. Sus integrantes, generalmente, se reunían en lagos congelados en las afueras de la ciudad, como es el caso del Lago Duddingston. En la pintura, vemos al reverendo deslizándose por el hielo con gracia y sin ningún tipo de esfuerzo. Los principiantes en patinaje, probablemente equilibrarían su posición con los brazos extendidos, pero este no es el caso del ministro, un eximio patinador”. Por: deplatayexacto.com
[2] Para interesados en el asunto, recomiendo ver la película documental (1h 30min): “Dogtown and the Z-boys” (http://youtu.be/Lpaw__fOOtA ). Todo un documento histórico de lo que acabaría siendo un verdadero fenómeno sociológico.

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