viernes, 11 de julio de 2014

25. FINLANDIA







Siempre he sentido una atracción especial por los territorios “extremos” del planeta. Quizá mis dos destinos soñados más recurrentes sean tanto Alaska como Patagonia y Tierra de Fuego. Y jamás he viajado a ninguno de ellos, aunque me encantaría. Prueba de ello es que me ha gustado siempre leer libros, ver documentales o películas, estudiar mapas, etc. Que tuvieran tales parajes como escenario. Pese a todo, no tengo planes ni previsión de acercarme por allí por el momento. En mi caso los viajes suelen tener mucho que ver con las oportunidades que se suceden a lo largo de la vida.

Cuando he utilizado el calificativo de “extremos” lo he hecho sin intención de referirme a la máxima latitud posible (caso de los Polos). No, no es tan radical lo que me atrae. Lo que mi mente evoca son paraísos naturales, con paisajes sobrecogedores en los que fiordos, mar, montañas, bosques, grandes espacios, frío, nieve y hielo en invierno, y lagos y luz en verano, se combinan ofreciendo al visitante múltiples posibilidades de recreo activo. Prueba de todo ello es el hecho de que de forma más modesta y asequible, cuando pienso a escala europea, mis apetencias reflejas enseguida me desplazan mentalmente a los países nórdicos. Luego las circunstancias (las oportunidades) me han ido a trasladando a muchos otros lugares radicalmente opuestos, en los que he podido disfrutar tanto o más, pero sin embargo, esa querencia “nórdica” sigue instalada en mi naturaleza.

Cuando me refiero a los países nórdicos, no suelo acordarme de las repúblicas bálticas. No sé si sería ortodoxo denominarlas como nórdicas, aunque sospecho que no. Jamás he estado allí. De Estonia conocí a una profesora durante un curso en Malta (extraña combinación ¿no es cierto?). Era una mujer muy grande y animosa, pero no consiguió transmitirnos mucho conocimiento sobre su país de origen. Lituania me evoca, de forma automática, ese permanente yacimiento de jugadores de baloncesto de gran clase que procedían de sus clubes y equipos y nutrían media selección nacional de la URSS (Marciulionis, Chomicius, Sabonis, Kurtinaitis, Karnisovas, Yasikevicius… una larga letanía cuando los teníamos jugando en contra). Y respecto a Letonia mi única vinculación consistió a que hace algunos veranos, tuvimos en casa como “au-pair” a una joven universitaria de esa nacionalidad. Sus problemas existenciales, su falta de personalidad y un conflicto filio-maternal no resuelto, hicieron que su estancia podamos calificarla de pobre, sin conflictos, pero poco o nada enriquecedora y sin apenas referencias a su país ya que ella misma vivía como estudiante en Inglaterra y mostraba poco apego a su lugar de origen.

Total que acertando con las denominaciones o no, el caso es que hablando de países nórdicos, me veo recontando Dinamarca, Islandia, Suecia, Noruega y Finlandia. Siguiendo este mismo orden, tengo que admitir que Dinamarca no lo he pisado jamás. Estuve a punto de encaminar mis pasos hacia allí hace ya muchos años. Me apetecía recorrerlo en bicicleta. Precisamente, su capital Copenhague, es a día de hoy el mayor referente de movilidad urbana ciclista de Europa (y quizá del mundo) superando  a cualquier población holandesa. Por allí anduvo Hans Christian Andersen, tal y como relataba aquella biografía infantil interpretada por Danny Kaye, que tantas y tantas veces repusieron en la televisión cuando éramos pequeños (“El fabuloso Andersen”). Dinamarca, pese a estar localizada en el terreno “continental” europeo, es considerado como un país nórdico. Quizás algunas de las razones sean su configuración geográfica que la enfrenta, acerca y apunta hacia Escandinavia; su cultura, que incluye las míticas sagas transmitidas durante siglos de historia; su espíritu aventurero y explorador por mar; y sin duda alguna, su histórico afán conquistador y de explotación de territorios hacia el norte. Tal fue el caso de Islandia, esa gran isla volcánica que no consiguió independizarse y desligarse del dominio danés, hasta bien avanzado el Siglo XX (1944). Islandia sí que lo conozco. Era un destino que tuve mucho tiempo entre ceja y ceja, hasta que una buena oportunidad de formación laboral me surgió allí y pude alcanzar cierto equilibrio entre el ocio-explorador-activo y los deberes de aprendizaje y participación proactiva en un curso para docentes. Es un país que francamente merece la pena. Las cascadas, los glaciares, las ballenas, los volcanes y el paisaje rural y deshabitado son parte de su esencia. Sin olvidar las constantes posibilidades de baños termales que, construidos o naturales, puedes encontrar por doquier. Un amigo viajó por allí en bicicleta de montaña hace años. Tras mi visita no me parece la mejor opción. Los vientos y un clima en constante cambio (varias veces al día), con abundantes chaparrones y grandes distancias sin refugio posible, no parecen invitar demasiado al pedaleo. En caso de optar por ello el consejo es claro: BTT o bicicleta específica de viaje con cubiertas de ciclocross, pues la mayoría de las carreteras oficiales son de tipo “gravel”. En contraposición a tal opción, sí que me permití un paseo a lomos de uno de sus característicos “ponys”, acompañado por un granjero y dos de sus hijos, ninguno de los cuales hablaba ni palabra de inglés.







En cuanto a Suecia, mi experiencia allí fue fugaz aunque francamente intensa. Un viaje de fin de semana con el objetivo de participar en mi primer y único maratón de carrera a pié. Como lo que más me preocupaba entonces del reto era ser capaz de aguantar el aburrimiento durante la larga carrera (en mi caso francamente larga), así como la constancia en el necesario entrenamiento previo, busqué un destino atractivo, que me permitiera ir corriendo y conociendo una ciudad simultáneamente y obligarme a entrenar habiendo reservado los billetes con bastante antelación. La estrategia funcionó y acompañado por Myriam, allí me planté mediante un “low cost” con escala en Frankfurt. Llegamos un viernes muy tarde y regresamos un domingo temprano. Apenas disfrutamos un poco de una noche de fin de curso en la que los adolescentes bebían descontroladamente vestidos de almirantes (coincidían dos celebraciones locales) y, eso sí, de todo el sábado del maratón. Recuerdo que hizo un día espléndido, de hecho demasiado caluroso para correr, pero algo muy de agradecer para poder disfrutar del repaso visual de Estocolmo. La carrera era por la tarde pronto. Nos acercamos a la salida caminando y en metro. Todo estuvo muy bien organizado y participamos unas 22.000 personas. Cumplí mi objetivo de completarla entera sin caminar, corriendo de menos a más y disfrutando todo el tiempo. Vi gran parte de la ciudad, algunos parques, el centro histórico y sus canales, aunque no la pude disfrutar tanto como Myriam quien, acompañada por una sobrina que se encontraba residiendo allí aprovechando el programa Erasmus, tuvo la tarde mucho más libre que yo para desplazarse a su antojo y poder detenerse a más detalles. El recuerdo más emotivo de todos fue finalizar mis 42 km entrando en la pista del antiguo estadio olímpico de 1912, en el que había que completar una vuelta justo antes de llegar a meta. La casualidad hizo que encontráramos unos pseudo-conocidos santanderinos allí con quien acabamos celebrando el logro. ¿El resto? Un largo tramo de autobús de ida y vuelta al aeropuerto por una aburrida carretera recta jalonada por kilómetros y kilómetros de abetos.

 Myriam, Stephanie, yo mismo y los conocidos que encontramos de Santander.

Mi llegada en el maratón.

No mucho más en Noruega. Un premio educativo me regaló la asistencia a un congreso en Oslo en pleno invierno. La ciudad estaba parcialmente nevada, y las aguas de su puerto a medio congelar. La capital me agradó de día y de noche, pude pasearla bastante, bien abrigado y pertrechado. Me acordé de Ibsen el dramaturgo al toparme con una estatua suya, y recordé ese pionero parecer suyo tan escéptico con respecto a la materialización política de la esencia democrática, que comparto en cierta medida con él. Visité alguna librería y tomamos algunas cervezas nocturnas. El congreso se celebraba en un centro escolar al que llegábamos cruzando por medio de un “ferry” cada mañana para regresar al atardecer. Al hacerlo, la perspectiva de la ciudad desde el agua nos permitía divisar algunos trampolines de salto de esquí integrados en el casco urbano, por el que no era extraño toparse con gente vestida para hacer esquí de fondo y con los esquís al hombro o en la mano mientras esperaban al tranvía. La zona a la que íbamos estaba completamente cubierta de nieve, como todos los alrededores de la ciudad. Era en un área de bosque costero muy agradable. Una noche nos llevaron a cenar a un restaurante a las afueras, elevado sobre el fiordo, con bonitas vistas nocturnas. Pero el mejor recuerdo fue otra noche en la que nos desplazaron hacia el interior, a los bosques de altos abetos, donde el espesor de la nieve ya era bastante más notable. Allí nos subieron en trineos tirados por peludos caballos, con un montón de mantas de pieles a nuestra disposición. En una parada del trayecto nos reunimos en torno a una enorme fogata para beber un ponche caliente y pasar un buen rato de chistes y canciones. Para terminar, tras otro tramo de bosque en el trineo, cenamos a base de un menú típico local, dentro de un enorme “tipi” indio. Una velada diferente y para recordar. De Noruega me traje varios sobres de salmón ahumado.

 La estatua de Ibsen en Oslo

  Detalle del puerto

He dejado Finlandia para el final por dos razones. La primera es que no puedo contar ninguna experiencia personal sobre ese país, porque no lo he visitado jamás. La segunda es que se trata del verdadero objeto de este texto, ya que es precisamente allí donde me encuentro ahora mismo, con Jesús, participando en un viaje en patines, que un club local organiza y abre al público general (con plazas muy limitadas). Sobre el viaje y la experiencia escribiré próximamente. Por ahora no puedo hacer otra cosa que reconocer que estoy emocionado con la propuesta y deseando disfrutarla. De Finlandia me han dicho, dos conocidos moteros, que es tremendamente aburrida de cruzar de norte a sur (o viceversa) conduciendo. Que son kilómetros y kilómetros de rectas entre abetos durante los cuales no ves nada más y en las que corres el peligro (real) de aburrirte y ensimismarte tanto que te puedes chocar con algún reno despistado que se cruce en tu camino. Es el país de los bosques y los miles de lagos. Un territorio plagado de mosquitos en algunas fechas veraniegas y con una nación “Sami” (a quienes aquí vulgarmente llamamos lapones) nómada y compartida en cierta medida con Noruega, Suecia y Rusia, que parece (afortundamente) bastante aferrada a su estilo de vida original, y a la que posiblemente pueda haber salvado el hecho de habitar en territorios de países con fama de ser muy civilizados. Mi cuñado Quique y su mujer Lola vivieron en Helsinki uno o dos años. Al parecer la gente viste de negro y apenas habla. Espero que el panorama relacional no sea tan crudo como el que se planteaba en aquella película independiente titulada “La chica de la fábrica de cerillas”, porque entonces lo vamos a llevar claro. En un National Geographic encontré una vez un reportaje sobre un “trekking” de largo recorrido que dibujaba un interesante bucle muy al norte. Era una ruta difícil y muy aislada, sólo para gente bastante aventurera y con experiencia al aire libre. Algo verdaderamente atractivo. Tanto como debe de resultar el poder disfrutar de tanto espacio natural desplazándose sobre unos esquís de fondo. De hecho para un esquiador “de toda la vida” como yo, centrado durante muchos años en las disciplinas alpinas, reconvertido parcialmente a la travesía durante las últimas décadas; aun habiendo probado el fondo nórdico, no le acabo de encontrar sentido en nuestras agrestes montañas. Mi escasa experiencia sobre los esquís ligeros y estrechos fue grata, pero también un aviso de que su hábitat ha de ser las extensas llanuras (acaso algunas lomas o colinas) y las opciones de grandes horizontes por los que desplazarse. Eso sí que tendría sentido y me encantaría poder disfrutarlo alguna vez. Pero más huyendo de pistas preparadas en las que buscar el rendimiento, como en la mayoría de las expresiones deportivas de competición. Sustituyéndolas por rutas o excursiones naturales en las que, con un equipo que te lo permita (me consta que los hay), puedas trazarte tu mismo tus propias huellas o seguir las de tus compañeros de viaje.

En cuanto a las personalidades finlandesas, quizás quienes más nos suenen sean los pilotos de coches de carreras, Raikkonen en particular por eso del poder mediático de la Fórmula 1 (aunque supe mucho antes de la existencia de Keke Rosberg), pero especialmente los de rally. En mi juventud, era un auténtico fan del mundo de los rallies, y conocía a todas las estrellas finlandesas de la época: Mikkola, Markku Alen, Vatanen, Salonen, Makinen (padre), el accidentado Toivonen (cuya muerte durante el Rally de Córcega fue el hito que provocó definitivamente la erradicación de los míticos coches de “grupo B”), Kankkunen... Con este último se me empezó a pasar la fiebre, coincidiendo con el progresivo abandono de una de mis aficiones más afianzadas hasta entonces: los rallies de “scalextric”. Ya que estamos con electricidad y chispas, podemos señalar que para los que dedicamos al estudio de las ciencias de la actividad física y el deporte, la época de éxitos de Nokia, no supuso nada comparada lo que significó la irrupción de los pulsómetros de la mano de Polar. Tales aparatos supusieron toda una revolución en el mundo del entrenamiento y la preparación física, y nos permitieron, a los técnicos de campo, poder hacer nuestros primeros pinitos en investigación y monitorización del esfuerzo de nuestros pupilos y de nosotros mismos. No me he preocupado de cotejar fechas, pero los pulsómetros Polar empiezan a comercializarse y extenderse en su uso (especialmente entre ciclistas y atletas) aproximadamente en la misma ápoca en la que surgen los pedales automáticos y cambios sincronizados. Fueron un síntoma más de que el ciclismo pasaba de su época clásica (tal y como la consideran hoy todos los organizadores de eventos “Retro”) a la modernidad actual. Todo ello ocurre (en la calle) en la década de los 80, precisamente cuando empiezan a aparecer los primeros patines de ruedas en línea y rápidamente se normaliza su uso, arrinconando poco a poco a los de ruedas anchas y disposición en dos ejes de un par de ruedas cada uno. Nadie parece haberse dedicado a establecer una supuesta barrera entre un patinaje de velocidad “clásico” y otro moderno. Pero de hacerlo, la coincidencia de fechas resultaría muy parecida a la del ciclismo ¿coincidencias de la evolución deportiva?.

Pero aquel país ha dado mucho más que pilotos de rally o tecnología. De hecho, para cerrar esta entrada quiero hacer mención de un compositor musical. Sibelius es un héroe cultural en Finlandia. Su obra “Finlandia” es todo un símbolo nacional que se convirtió en el icono sonoro de la resistencia a la dependencia de la Rusia zarista. Hasta el punto de que la pieza estuvo prohibida durante los procesos independentistas. Tal es así que cada vez que se incluía en la programación de algún concierto, se la cambiaba de nombre para eludir la censura de la administración dominadora. Finlandia se independiza finalmente en 1917, precisamente la exposición universal de París de 1900, fue un momento en el que numerosos países europeos, a través de sus agentes culturales y actividades de relaciones internacionales trataron de ejercer cierta presión política sobre Rusia a favor de la independencia finesa (la historia se repite y da muchas, muchas vueltas). Los finlandeses, a lo largo de su historia han sabido de primera mano lo que es convivir con la aterradora presencia de naciones poderosas deseosas de expansión y ansias de sometimiento. La presencia rusa (zarista) parece haber sido un incómodo aliento demasiado cercano a lo largo de gran parte de su historia. Años más tarde, en plena Segunda Guerra Mundial, tras el ataque de la Unión Soviética (más imperialista, aún si cabe que la Rusia anterior), Veikko Antero Koskenniemi iba a escribir un poema para unir aún más al pueblo en la lucha por la libertad. Dicho poema quedó entonces vinculado a la pieza de Sibelius, erigiéndose en el himno “no oficial” de la nación finlandesa. Durante la Segunda Guerra mundial Finlandia se encontró prácticamente sola. Tuvo que soportar tres guerras consecutivas. Contra la Unión Soviética (1939 - 1940), en la llamada Guerra de Invierno. Nuevamente contra los soviéticos en la llamada Guerra de Continuación (1941 - 1944), en la que Finlandia tuvo como aliado a la Alemania Nazi, al haber sido abandonada por las potencias occidentales, lo cual acabó degenerando en un conflicto que se materializó en la Guerra de Laponia (1944 - 1945), en la que Finlandia expulsó definitivamente a los alemanes. Quizá por eso Finlandia ha intentado siempre cuidar de sí misma. Mediante actitudes heroicas singulares cuando ha sido necesario y construyendo capital social a largo plazo, con la desinteresada colaboración de todos, como en el caso de su actual sistema educativo, que se ha convertido en la envidia del resto del planeta.

No me quiero olvidar de un detalle que parece ser clave en el funcionamiento social de los finlandeses. Me refiero a la sauna, un tópico que cómo tantos otros tópicos internacionales, debe estar basado en costumbres y cultura realmente arraigados en su vida cotidiana. No sólo sé muy poco de saunas, sino que además no acostumbro a practicarlas. No me agrada demasiado pasar calor y no es algo que haya tenido nunca demasiado a mano. Por lo que me han contado, allí es algo más que habitual, casi imprescindible y extendido de forma absoluta. Se trata de una práctica saludable con aportaciones sociales, relacionales y de organización temporal de la vida cotidiana añadidas. Ignoro si nos veremos inmersos en tal práctica durante el viaje, en caso afirmativo, trataremos de adaptarnos a ello, aprender y disfrutarlo. Pero sobre todo, estaremos atentos para tratar de evitar cualquier torpeza de protocolo, lo cual seguro que no será fácil.

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