viernes, 30 de mayo de 2014

19. PATINES II: LEYENDAS SOBRE PATINES

Algunos avisos:
  • La Histórica ya está aquí, este fin de semana. He visto gente de Cantabria apuntada. Quizá entre ellos se encuentre “Eddy Merckx”, lo digo porque me lo he cruzado en Alisas el otro día (en serio).
  • El último fin de semana del mes es la espectacular Anjou Velo Vintage. Estamos organizando una participación de dos opciones: 30 km con bicicletas de paseo y vestimenta elegante, y 150 km de ruta retro de carácter deportivo. Aún estáis a tiempo. A nivel de organización, actividades paralelas, ambientación… no hay nada igual, ni l’Eroica toscana se le aproxima.
 

Esta semana me lanzo a escribir sobre patinaje. Esto no debería hacer huir a los amantes exclusivos del ciclismo, ya que entre las líneas de lo que explicaré hoy podrá encontrarse alguna referencia al ciclismo de ruta (no demasiado histórica por cierto), así como algunas curiosidades que espero interesen a cualquier amante del deporte. En concreto voy a referirme a lo que he denominado tres leyendas deportivas sobre patines. Dos de ellas sobre hielo, clásicas y de tal dimensión mundial, que desde que se hicieran realidad, encontraron su merecido espacio dentro del privilegiado inventario de las hazañas atemporales del deporte. La tercera será algo diferente, no se trata de una gesta concreta sino de una práctica rodada que casi adquiere el carácter de leyenda urbana, actual, marginal y femenina. Vamos con todo ello.

En primer lugar me voy a referir a la vida de un deportista con mayúsculas. Eric Heiden, patinador norteamericano nacido en 1959, ostenta un récord único en la historia del deporte, logro que, por otro lado, sospecho que será casi imposible de volver a igualar. Nacido en el seno de una familia amante del deporte, se inició en la práctica del hockey sobre hielo, el atletismo y alguna otra modalidad, hasta que a los 14 años se centró en el patinaje de “velocidad” sobre hielo. Ya en 1976 participó en los Juegos Olímpicos de Invierno de Insbruck, alcanzando un meritorio 7º puesto (tenía entonces 17 años) en 1500 m y un más alejado 19º en la prueba de 5000 m. Aquellos relativamente discretos resultados evolucionaron rápidamente pues a partir del año siguiente ganó cuatro campeonatos del mundo seguidos: Holanda (1977), Suecia (1978), Noruega (1979) y Holanda de nuevo (1980). El mundo del patinaje asistía así al nacimiento y consolidación de una de sus estrellas, y por primera vez en la historia, esa figura procedía de los EEUU, un país con menor tradición en la especialidad que las grandes potencias del norte de Europa. Ante esta situación Heiden partía como gran favorito para adjudicarse alguna que otra medalla en los JJOO de Lake Placid de 1980. Lo que nadie sospechaba es que en tan señaladas fechas el patinador fuera capaz de marcar un hito inigualable hasta el momento: ganar las 5 medallas de oro correspondientes a las 5 distancias programadas en la modalidad de patinaje de velocidad sobre hielo. Para hacerse una idea de la dimensión que tal logro alcanza, me parece imprescindible añadir algunas reflexiones:

En los 80 el nivel de sofisticación y dedicación profesional al entrenamiento y la competición por parte de los deportistas ya alcanzaba cotas similares a las actuales. No estamos hablando de una época histórica donde el amateurismo y la épica aventurera de los pioneros fueran suficientes para conseguir logros del máximo nivel en competición organizada (en ciclismo por ejemplo era la época de Hinault, Kelly, Lejarreta, Fignon…). Hacía falta mucho más, asesoramiento técnico y científico, dedicación exclusiva, excelentes materiales, etc. Y además, cada medalla se disputaba ante un importante elenco de especialistas de cada distancia.

Las dos longitudes más diferenciadas sobre las que ganó fueron los 500 metros y los 10 km. En la primera (su especialidad menos fuerte), al hacerlo, pese a que tuvo la fortuna de que su rival soviético se resbalara un poco en determinado momento de la final (a la cual había llegado con las sucesivas eliminatorias previas que en esta disciplina se realizan por enfrentamiento directo de uno contra uno), consiguió de paso batir el récord olímpico, hasta entonces en posesión de su contrincante. Vamos, que ni mucho menos lo hizo mal. Entre tanto, en la distancia larga, en otra gran demostración, se permitió el lujo de batir el récord del mundo. En conclusión, que el “repaso” fue mayúsculo.



Desde un punto de vista fisiológico, más allá de la pura técnica del patinaje, estas victorias nos deberían llamar poderosamente la atención, ya que la horquilla de tiempos de esfuerzo que se alcanzan entre la prueba más corta y la más larga van desde los 38 segundos hasta los 15 minutos. Ello supondría, utilizando como ejemplo la natación que alguien fuese capaz de ganar en estilo libre, todas las distancias que fueran desde unos hipotéticos 75 m (a medio camino entre los 50 y los 100 m), hasta los 1500 m. Algo inconcebible por el momento. Patinar a la máxima velocidad durante aproximadamente 40 segundos constituye un esfuerzo anaeróbico láctico puro. Ello implica que el enorme trabajo muscular desplegado se hace a costa tanto de los depósitos de fosfocreatina y ATP musculares, como de la producción de energía a través de la glucólisis anaeróbica con la consiguiente producción de ácido láctico. En el caso de las distancias de 1000 y 1500 metros, es fácil hacerse una idea de que la producción de lactato puede alcanzar los máximos niveles posibles. Ello quiere decir que si bien para los 500 el deportista en cuestión debería ser una especie de ejemplar compensado entre velocista puro y “trabajador anaeróbico láctico”, para las dos siguientes pruebas, ya tendría que ser definitivamente un especialista en la producción y alta tolerancia al lactato, algo bastante diferente. Pero por si fuera poco, en lo que respecta a los 5000 m ya nos estamos encontrando con un perfil de mediofondista (atletas capaces de mantener un equilibrio entre sus cualidades anaeróbicas y aeróbicas; “resistencia de duración media” según Fritz Zintl), caracterizados por basar su rendimiento de prueba casi a un 50% entre las producciones aeróbica y anaeróbica de la energía. Llegados a los 10 km, el cuarto de hora de esfuerzo, tan sólo puede lograrse a base de la explotación preferente del metabolismo aeróbico, que representará un 70% aproximado del origen de producción de energía. No sé si para los no acostumbrados a las cuestiones de la fisiología deportiva estas últimas líneas no habrán conseguido más que complicar las cosas, pero lo que estoy intentando ilustrar es el hecho de que cada distancia requiere tal nivel de especialización fisiológica (en gran medida basada en una dotación genética previa), que resulta francamente difícil que en cualquier disciplina deportiva cíclica como el patinaje (remo, piragüismo, ciclismo, carrera, natación, etc.) una única persona pueda competir ¡y batir! A los diferentes especialistas de cada distancia.


Una vez finalizados los Juegos, Heiden abandonó la práctica oficial del patinaje, pero no el deporte activo. Es más, corroborando con décadas de anticipación nuestra propuesta de este año (combinar bicicleta y patines), decidió probar suerte con otra de sus pasiones: el ciclismo. En 1985 se proclamó Campeón de Estados Unidos de carretera. Conviene señalar que es precisamente esa década cuando parece germinar, poco a poco, la revolución del ciclismo norteamericano, la cual daría sucesivos frutos con ilustres nombres de la ruta como Andrew Hampsten, Greg Lemmond y posteriormente Lance Armstrong; del triatlón (Mark Allen, Dave Scott…) y de la bicicleta de Montaña (John Tomac…). Parte fundamental del mérito de la revolución americana de un deporte tan minoritario allí, hay que atribuírselo a la fundación del equipo 7-Eleven, en la que el papel protagonizado por Heiden fue decisiva e imprescindible, tanto en el papel de ciclista como en el de promotor. Con dicho equipo llegaría a participar en el Tour de Francia del 86, retirándose por caída a cinco días del final.




Su transición hacia la vida profesional no deportiva destaca también por no haberse alejado demasiado de la competición. Titulado como médico durante su carrera deportiva (especialidad de cirugía ortopédica), ejerció en un centro de Sacramento, compaginando dicha actividad con la de formar parte de la plantilla médica del equipo de baloncesto masculino de los Kings y femenino de los Monarchs. Entre tanto, “para quemar el gusanillo” jugando al hockey hielo en un equipo aficionado. No cabe duda de que nos encontramos ante una auténtica leyenda del deporte. “LA LEYENDA del patinaje de velocidad”, “un legendario del ciclismo norteamericano” y toda una vida de dedicación ejemplar. Eric Heiden, personaje enormemente conocido en muchos otros países, ha sido un verdadero mito, el ídolo de muchos deportistas y, en mi opinión, una personalidad sobre la que quizás convendría profundizar.

Seguimos sobre el hielo. Cambiamos de ubicación y de paisaje. Viajamos hacia la absoluta llanura de la costa holandesa. Concretamente a la región de Friesland, donde la planicie de pasto verde, se ve casi cuadriculada por los canales, y sobre la que durante el verano pastan las vacas frisonas, las conocidas lecheras de manchas blancas y negras, que desde hace décadas se convirtieron en raza preponderante de mi región. Allí se celebra, desde 1890 (en otros lugares he leído que 1909) la Elfstedentocht o Carrera de las Once Ciudades. El nombre ya de por sí resulta sugerente. Se trata de una carrera en la que más de 15.000 patinadores, animados por unos 2 millones de aficionados, recorren 200 km de vías fluviales, comunicando 11 poblaciones frisonas en un amplio circuito con inicio y final en Leeuwarden. La prueba nació, como tantos otros eventos legendarios del deporte, con un entusiasta reto pactado entre pioneros y pioneras que pretendieron recorrer Frisia patinando sobre el hielo en una única jornada. Sin duda lo lograron, y tal hecho, dejó grabada la tradición, que desde entonces se repite, siempre y cuando las condiciones del hielo lo permiten. Algo que ni mucho menos es tan frecuente como sus seguidores quisieran. Creo que aún no se ha podido organizar ni siquiera en 20 ocasiones, lo cual, lejos de ser un inconveniente, convierte su celebración en algo más exclusivo aún, en un goteo de únicas y quizás irrepetibles oportunidades, tanto para quienes aspiran al triunfo, como para quienes pretenden lograr su reto personal.

Su existencia llegó a mis oídos en el año 1989, cuando precisamente viajaba en bicicleta por aquel territorio. Viendo su trazado en los mapas, puedo asegurar que entonces recorrí gran parte de su kilometraje sobre mi bicicleta, pedaleando por toda la extensa red de carriles bici que comunica los pueblos y ciudades de tan curioso paraje, gran parte del cual se encuentra unos metros por debajo del nivel del mar. Desde entonces, la singularidad del evento me pareció merecedora de mi atención, y siempre que puedo y lo recuerdo, procuro seguir un poco atento a sus noticias.

Para su celebración es necesario que el invierno sea rigurosamente frío, tal y como demuestra que la cantidad de años en los que no puede ponerse en marcha sea muy superior a la de los que sí. Parece ser que se requiere un grosor de la capa de hielo superior a los 15 cm. Ante tales condiciones no es extraño que al ganador de 1929, Karst Leemburg, le tuvieran que amputar un dedo del pie. Pero no fue precisamente él su ganador más afamado o ilustre. Para los expertos, nada como la epopeya de Paping en 1963, quien ante unas condiciones francamente duras y sufridas, venció en solitario con una abrumadora ventaja de 22 minutos sobre sus más inmediatos perseguidores. El siguiente documental de la época nos describe aquella hazaña.



Por otro lado, el record del la prueba lo instauró en 1985 el patinador profesional holandés Evert van Benthem, quién completó los 200 kilómetros en 6 horas y 47 minutos. Lo más espectacular en aquella ocasión es que la victoria fue el resultado de un cerrado sprint final entre cuatro patinadores.



Como ocurre con la mayoría de los eventos deportivos añejos, legendarios, con abolengo y que se mantienen firmes a sus más marcadas señas de identidad, esta prueba tiene algunas peculiaridades tan singulares como su propia esencia. Para poder participar es imprescindible ser miembro de la Unión Elfstedentocht. Algo que lamento profundamente, porque con lo dado que soy a tomar parte activa en eventos abiertos tan “clásicos” y hermosos, hubiera tratado por todos los medios haberlo intentado en alguna ocasión (mi corta experiencia sobre hielo me sugiere que la sensación de deslizamiento es aún más estimulante que sobre ruedas, las maniobras mucho más sencillas y la frenada derrapando algo muy fácil para un esquiador como es mi caso). Dada la creciente popularidad de la carrera y la masificación de aspirantes, existe un límite de plazas que desde hace años siempre se alcanza y que queda establecido en 16.000 participantes. Cada participante recibe una tarjeta de registro (me encanta esto de las tarjetas, pasaportes, carnets de ruta, etc. que tanto se estilan en algunas de las pruebas clásicas en las que he ido participando estas últimas temporadas). La tarjeta debe ser sellada en las once ciudades, y en dos puestos de control extraordinarios y de localización desconocida. Todos aquellos que completan el itinerario antes de las 12 de la noche, reciben una medalla (La Cruz de las Once Ciudades), consistente en una cruz de Malta con un círculo central sobre el que está impreso el mapa de la región. Por su parte, los 11 primeros varones y las 5 primeras mujeres, tienen otro galardón añadido. Gran parte de la prueba, tanto de mañana como al final del día, se desarrolla completamente de noche. En definitiva, un ejemplo de tradición deportiva, nacida de la gesta pionera, que integra los máximos niveles de rendimiento con la participación popular y se rige por unas condiciones, entorno e ideario clásicos, cuyo origen se remonta a la época dorada de las iniciativas deportivas “de leyenda” (JJOO, grandes torneos centenarios, Tour de Francia, Copa América, etc.).

 

Para finalizar volvemos a cambiar de tercio. Abandonamos el hielo para acercarnos a los lisos pavimentos urbanos (en este caso “indoor”). Sustituimos cuchillas por ruedas. Y mitos y leyendas por “chicas malas y perversas”. Bienvenidos al “Roller Derby”, la recuperación transformada de una modalidad americana del patinaje sobre ruedas, que se desarrolló allá por la mitad del siglo XX. Actualmente estamos ante un deporte aún minoritario, que reúne una serie de características diferenciadas que lo hacen… cuando menos, bastante especial. Es una especie de carrera exclusiva para mujeres en la que dos equipos de patinadoras se enfrentan entre sí, a base de bloqueos en movimiento, mientras dan vueltas a una corta pista oval, con la intención de que una de sus miembros, supere al grupo para marcar puntos pasando antes que todas las demás por determinadas referencias de la pista. La cuestión radica en conseguir que tu “marcadora” pase hacia adelante y la contraria no. Para ello se admitan cargas, algunos empujones, etc. Pero el Roller Derby en realidad parece mucho más que todo eso. Viendo sus imágenes da la impresión que ha tomado la forma de una subcultura deportiva propia, en la que lo accesorio, la imagen, las peculiaridades estéticas, el ambiente y tantos otros detalles, se hacen tanto o más imprescindibles que el juego en sí mismo. Hay equipos que se visten con un aspecto más o menos deportivo de aires “americanos”, mientras que otros muchos se caracterizan por una estética de aires punk o una especie de muestrario de lencería añeja, buscando cierta combinación entre el erotismo femenino y la aparente violencia casi siempre adjudicada al género masculino. Todo ello hace que su práctica resulte (al menos en apariencia) trasgresora, radical y quizás escandalosa, aunque las protecciones, el reglamento y la estrategia, se encarguen de minimizar el peligro real.

Mis referencias sobre el asunto provienen exclusivamente de Internet, ya sea a través de videos (que hay muchos), documentales o reseñas escritas. No puedo comentar nada que haya visto, preguntado u observado en la realidad. Sospecho que en España hay poca práctica y en los países en los que más ha cuajado, aún debe tratarse de una afición muy marginal. Sin embargo, me ha llamado poderosamente la atención por el cóctel de conceptos que combina. En su caso el patinaje regresa a los patines clásicos de ruedas dispuestas en dos ejes, tal y como ocurre con el hockey sobre patines, algo que los hace muy manejables ante cambios de dirección repentinos, equilibrio contra cargas externas, y curvas muy cerradas. La exclusividad femenina, se me antoja como una especie de reivindicación social, de carácter muy urbano, que junto con una pertinaz búsqueda de una estética y acción espectaculares, parecen tratar de mostrarnos que “ellas” también pueden construirse sus cotos excluyentes y dejar a los hombres fuera, tal y como tantas y tantas veces los hombres han hecho hasta ahora en ámbitos tanto deportivos como de otra índole. Estamos ante una especie de representación, mitad deportiva y mitad teatral, en la que las “divas” de los rodamientos, se atavían como tales, lucen motes agresivos y juegan con la doble apariencia de marcada sexualidad y poderío físico. Algo digno de estudiar tanto por psicoanalistas como por sociólogos. Pero teorías sesudas aparte, la manifestación deportiva en sí me resulta simpática, me agrada y me hace preguntarme el porqué de su origen y de la pasión que en su práctica parecen mostrar las jóvenes (y veteranas) que lo eligen. Tal y como señalaba John Huizinga, quizá el filósofo más importante que se haya dedicado nunca a teorizar sobre el juego de los hombres, la humanidad siempre ha jugado y lo seguirá haciendo, tanto cuando es consciente de ello, como cuando desempeña con seriedad y concentración sus profesiones. Algunos profesionales judiciales, académicos, militares, musicales… se visten con especiales galas en determinados actos. Son ejemplos de los múltiples simbolismos con los que aderezamos nuestra vida a la hora de jugarla. Dentro del deporte, un simple pantalón corto y su correspondiente camiseta resultan ya fácilmente identificables respecto a qué disciplina deportiva pertenecen porque su diseño y corte han evolucionado hacia la búsqueda de una imagen y estética propias (modas aparte). Se trata de jugar, no sólo de hacer deporte y de practicarlo como medio de diversión, sino de jugar a ser algo o alguien. Los miles de ciclistas que cada fin de semana salimos a las carreteras, solos o acompañados, en marchas organizadas o por nuestra cuenta, más o menos disfrazados de ciclistas profesionales, con nuestros propios colores o los de nuestros ídolos… estamos jugando. Sudando, entrenando o compitiendo, pero jugando. Jugando a ser escaladores, esprinters, escapados, líderes o ciclistas anónimos. Abandonamos temporalmente nuestros trabajos, familias, quehaceres y responsabilidades para ser otra cosa, para lo cual nos disfrazamos con atuendos de aspecto incuestionable. No es una crítica por mi parte ¡todo lo contrario! Estoy con Huizinga, el juego es parte fundamental de mi vida. Me declaro muy “jugón”, y espero seguir siéndolo hasta que me muera. En cierto modo es la sal de la vida. Además, si consideramos que los ciclistas juegan ¿qué podemos decir de los que practicamos el ciclismo vintage? Pues que lo nuestro es casi como el teatro clásico de Mérida o el del Siglo de Oro de Trujillo. Juego dentro del juego. El caso es que las mujeres que practican el Roller Derby han decidido jugar, establecer sus propias reglas, construir su estética y zambullirse en su universo lúdico, generando poco a poco, sin grandes ambiciones pero ostensible carácter, su propia leyenda urbana, alejada de las medallas olímpicas de Heiden o de la tradición centenaria  de la Elfstedentocht, pero escribiendo igualmente sus propias y ocultas épicas en la pista, hombro contra hombro, con fintas y esquivando, tratando de enardecer a sus seguidores, escasos pero seguramente fieles.